El mito de la separación de poderes

La Veranda de Rafa Rius

Decía Montesquieu hace 300 años:

«Todo estaría perdido, cuando el mismo hombre, o el mismo cuerpo, ya sea de los nobles o del pueblo, ejerza esos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas, y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre los particulares.

Las sociedades humanas suelen tener la necesidad de dotarse de mitos para explicar deus ex máquina aquello que les resulta más inexplicable. Y todos los mitos necesitan de ritos: Del mismo modo que la Iglesia ritualiza sus patrañas en una misa semanal, la eufemística democracia se somete al ritual del Parlamento como supuesto depositario de la voluntad popular, y sus correspondientes elecciones para designarlo. Y un ritual ha de respetarse, si no , no sirve de nada. Sin embargo, ahora a ese ritual se le ha faltado al respeto, se ha transgredido gravemente con consecuencias imprevisibles.

Uno de los mitos más apreciados para sustentar eso que llaman democracia (que nunca ha sido lo que etimológicamente indica) es la separación de poderes dentro del Estado entre quien elabora las leyes, quien las ejecuta y quien juzga su cumplimiento: la cosa viene en este caso desde hace como mínimo 300 años.

El XVII fue en general un siglo de optimismo, especialmente en Francia. Allí, a partir de una burguesía en ascenso, se crearon una serie de conjeturas filosóficas y sociopolíticas, de gran influencia en Occidente a partir de ese momento, en lo que se conoce como la Ilustración y que desembocarían a finales de siglo (1789) en la Revolución Francesa. En ese siglo, Diderot y D’Alambert intentaron por primera vez sintetizar todo el saber humano en una enciclopedia. Rousseau lanzó la hipótesis de que por naturaleza el ser humano es fundamentalmente bueno, siendo la sociedad la que lo corrompe y Montesquieu elaboró la tesis de lo que para él debería ser la separación de poderes.

Y desde entonces las tesis de Montesquieu han quedado como norma y paradigma en las sociedades llamadas democráticas. En España, la Constitución de 1978 se apresuró a consagrar esta estructura de poder de tres cabezas como algo natural e innegociable. Nadie se acababa de creer que esa separación podría darse en la práctica, teniendo en cuenta los diferentes estamentos y grupos de poder que coexistían en el Estado, pero en teoría es lo que había que establecer y además quedaba muy bien.

Ahora, después de una larga decadencia de las relaciones entre los tres poderes, las costuras de esa supuesta separación han saltado por los aires y han dejado al descubierto sus vergüenzas.

Que la llamada Justicia rara vez es justa es algo de lo que tenemos numerosos ejemplos. Mucho menos es virginal e incontaminada porque está sometida a las presiones de diferentes grupos de poder político y económico sobre unos jueces que difícilmente se pueden sustraer a ellas. Que las máximas instancias del poder judicial estaban contaminadas por el reparto de puestos entre los principales partidos era cosa demasiado bien sabida. Pero que después de 4 años de permanencia inconstitucional en sus cargos de los dos miembros del Consejo General del Poder Judicial que debe enviar al Constitucional, esos miembros con la fecha de caducidad ampliamente superada, pudieran votar su propia permanencia ilegal y decidir a través del Tribunal Constitucional sobre su injerencia en el Poder Legislativo para prohibir el normal funcionamiento del Parlamento, nos demuestra, por si falta hiciera, el carácter espurio del mito de la separación de Poderes y nos remite directamente a algo tan español como la picaresca, el sainete y el esperpento valleinclanesco.

Con todo, aún habrá quien defienda la existencia real de los tres poderes en nuestra amada España. Parece ser que la ingenuidad interesada, nunca muere.

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