
Horizonte de sucesos y semana santa
La Veranda de Rafa Rius
En el campo semántico de los agujeros negros, llamamos horizonte de sucesos a aquel límite del espacio-tiempo a partir del cual ignoramos todo lo que puede acaecer al otro lado y de lo que sólo podemos conjeturar hipótesis de momento imposibles de demostrar.
Por otra parte, Wittgenstein, en el primer aforismo de su “Tractatus” afirmaba: “El mundo es lo que sucede” y lo concluía con otra propuesta aún más lapidaria: “De lo que no se puede hablar es preferible callar”. Entre uno y otro se encuentra todo aquello que nos es dado conocer. Dicho de otra manera: lo que sucede en el mundo es lo que podemos contar de él. Aquello que no puede ser formulado en palabras, es inefable, literalmente inenarrable, inexplicable.
En el transcurso de nuestras vidas –ese breve paréntesis entre dos agujeros negros- nuestro horizonte de sucesos es la muerte, tras la cual sólo sabemos que no sabemos salvo la evidencia de nuestra desaparición biológica. Entretanto, para dar cuenta de lo que pasa –“todo pasa, nada queda”- tan sólo contamos con el lenguaje.
Y, por lo que se refiere al lenguaje, a las personas nos define la capacidad de hacernos preguntas que en última instancia no podemos responder; por lo tanto, lo que está más allá de nuestro horizonte de sucesos, los interrogantes metafísicos especialmente, no son sino una pasión inútil porque jamás encontraremos respuesta dentro de nuestra capacidad racional de comprensión. Es lo mismo que decir que lo que está más allá de la física (y hasta de lo físico) está al otro lado de nuestro horizonte de sucesos y por lo tanto informulable y por lo tanto inexplicable.
Aun así, como padezco el feo vicio de extrapolar a lo social todo aquello que desde el campo de la ciencia, puede servir para vislumbrar algo de luz entre las densas tinieblas en las que nos movemos, voy a insistir en ello.
En el ancho campo de la metafísica encontraríamos un paradigma de lo que según Wittgenstein no podríamos hablar y por tanto, deberíamos callar; este paradigma de algo que está más allá de nuestro horizonte de sucesos, no es otro que la idea de dios y su correlato en todas las religiones que en el mundo han sido y son.
A todo esto andaba dándole vueltas durante la celebración de la llamada “semana santa”, uno de los más importantes – e insoportablemente cansinos para los que no comulgamos- rituales del año litúrgico católico. Más allá del hecho inaceptable de que las cadenas públicas de radiotelevisión nos hayan bombardeado durante más de una semana con publicidad gratuita pagada por todos, de la empresa Iglesia Católica SL, resulta incomprensible que se hable tanto de aquello de lo que en buena lógica no se podría hablar y en lo que por mucho que hablen, nunca podrán llegar a verificar de manera incuestionable más allá de toda duda, las ocurrencias contenidas en sus fábulas legendarias.
De Norte a Sur, de Oriente a Poniente, en las anchas tierras de eso que llaman España, mitológicos cristos y vírgenes de variada procedencia se pasean por las calles entre vítores y saetas, acompañados por el insoportable estruendo de una banda de cornetas y tambores. Todo ello ante la indiferencia de la mayoría de la población para la que la dichosa semana no significa nada, más allá de unos días de vacaciones.
Si cometiéramos la osadía de preguntar a alguno de los asistentes por la razón última de su presencia en el evento, seguramente lo pondríamos en un serio compromiso. Dado que su vinculación con los hechos es puramente emocional y en ningún caso racional, posiblemente oiríamos respuestas del tipo “-yo es que le tengo mucha fe (al paso de) la blanca paloma. O incluso: -Yo no voy mucho a la iglesia y los curas no me caen bien, pero al (ídolo yacente del) cristo del salvador, que no me lo toquen”.
En cualquier caso, ya lo decía Wittgenstein: mejor callar, porque ante semejante derroche de raciocinio y sentido común, sólo nos quedaría arrodillarnos y rezar.