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Opinió

La estrategia del miedo

La Veranda de Rafa Rius

Ahora que se cumplen 40 años de la intentona golpista del 23 de febrero de 1981, comenzamos a tener la distancia histórica suficiente como para  entender algo de lo que pasó. A pesar de los hectólitros de tinta que se han vertido sobre el sufrido papel para explicarlo, cada año siguen apareciendo nuevas interpretaciones cuya tónica general es permanecer en la anécdota y evitar entrar en el fondo y el trasfondo del asunto.

Lo que las apariencias nos muestran es que el diseño del golpe fue una gran chapuza y su puesta en escena, una chapuza todavía mayor. Parece una obviedad el establecer su fracaso sin paliativos. Yo no estaría tan seguro. Desde una cierta perspectiva podríamos concluir que el golpe fue un triunfo en toda regla y que sus autores intelectuales consiguieron todo aquello que se habían propuesto. Veamos.

De un lado, las fuerzas que en aquellos momentos detentaban el poder real –no militar sino económico, por supuesto- necesitaban deshacerse de la rémora de los restos de la estructura política y militar del franquismo más recalcitrante y miope que suponía un serio obstáculo a sus propósitos lampedusianos de cambiar las apariencias para adecuar el marco político a sus objetivos de negocio, como pudimos comprobar poco después del supuesto “golpe”, tras la prevista y orquestada subida de los pseudosocialistas al poder, para hacer todo aquello a lo que no se habían atrevido con un gobierno –nominalmente- más de derechas.

De otro lado, para que el montaje resultase creíble, era necesario arroparlo con la retórica de una defensa decidida de la recién estrenada Constitución “democrática” así como con la pertinencia de mantener y defender una monarquía que aseguraba esos valores -no fuese a ser que algunos desalmados, aprovechando la cobardía del rey, que el día de autos no dio la cara hasta que a altas horas de la noche, todo estuvo atado y bien atado y con fundadas sospechas de ser conocedor de la intentona- comenzasen a hablar de una 3ª República.

Así pues, tras el adecuado manejo de unos tontos útiles -militares, por supuesto- para que les montaran el numerito, esos poderes reales –financieros, por supuesto-  se centraron en elaborar una estrategia que les asegurara a largo plazo la defensa de sus intereses. Esa estrategia era vieja, pero siempre había funcionado: el miedo.

Triunfó porque instaló ese miedo en nuestros cuerpos y en nuestras mentes, de tal manera que a partir de ese momento ya no hicieron falta tropas que se levantaran en armas. Si queríamos preservar la sagrada democracia, deberíamos portarnos bien y aceptar de buen grado los sacrificios pertinentes para mantener el statu quo “democrático”. Así pudimos asistir, atónitos pero resignados, a la creación de los GAL, el cierre de la siderurgia, la reconversión industrial, las privatizaciones de las empresas públicas rentables, la entrada en la OTAN… Si a ello le unimos un mundial de fútbol con Naranjito incluido, para acabar de distraer al personal, la jugada quedó perfecta. 

Tras la muerte del viejo dictador asesino, parecieron abrirse muchas perspectivas de transformación social. Ingenuos como éramos, creímos que la utopía estaba algo más cerca. La opereta bufa de Tejero y sus colegas vino a poner las cosas en su sitio. La estrategia del miedo demostró ser el arma más adecuada en la lucha contra las movilizaciones sociales de todo tipo.

Tras cuarenta años de aciagos avatares, el miedo endémico, acrecentado ahora por la pandemia, sigue siendo hoy la mejor y más silenciosa arma de destrucción social masiva. Luchar contra él sigue siendo una cuestión tan urgente como prioritaria.

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