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Opinió

Apuntes sobre la violencia (una vez más)

La Veranda de Rafa Rius

En estos días aciagos, nos ha sido dado contemplar como las calles de muchas ciudades se convertían en campos de batalla de grupos de gente en contra de las medidas de confinamiento o de vaya usted a saber qué. Coreando una palabra tan polisémica y sufrida como libertad, era difícil dilucidar la composición de sus integrantes y sus intenciones. Desde parados sin esperanza, desplazados del mercado laboral por la pandemia a descerebrados miembros de grupos fascistas que, hábilmente manipulados, se apuntan a lo que sea con tal de desfogar sus frustraciones, junto a otras personas pertenecientes a un lumpen de difícil filiación. En definitiva: un totum revolutum que solo muestra con claridad que algo no funciona y que si seguimos así, no vamos a ninguna parte que justifique el esfuerzo de luchar por ella.

Siempre que se analiza algún conflicto, sale a relucir el tema de la violencia como uno de los elementos centrales polémicos del discurso, llegándose a utilizar la respuesta popular, en situaciones muy distintas, para apoyar la tesis que más convenga en cada momento. Dejando a un lado a los cofrades del pensamiento binario (buenos – malos, violencia – pacifismo), partidarios declarados del “conmigo o contra mí”, enemigos por lo general de cualquier tipo de matices y sutilezas, individuos que no suelen aportar nada relevante a la cuestión que nos ocupa, quizás sería conveniente empezar por centrar el tema en el concepto mismo.

Así pues, ¿De qué hablamos cuando hablamos de violencia? ¿Podemos hablar genéricamente o tal vez sería preferible hablar de violencias, en plural,  especificar y contextualizar en cada caso los orígenes, las dimensiones, el alcance y el recorrido de esa violencia? Una vez situado el contexto,  sería relevante analizar el origen y las dimensiones. Por lo que se refiere al origen, en la mayor parte de situaciones, suele ser complejo e incierto y en él es difícil establecer comparaciones ¿Es comparable aquello que se origina en la violencia impune y prepotente que ejerce Estado desde sus instituciones represivas con la de aquellos que pelean por no perder su casa o por defender su puesto de trabajo? ¿Pueden ser ambas situaciones colocadas en un mismo nivel de análisis?

En cualquier caso, el correlato habitual de cualquier conflicto es la sensación de impotencia y la ingenuidad de aquellas personas que pensaban que esa alteración de la normalidad patológica vigente podría ser aprovechada para implementar una serie de cambios en el sentido de una mayor justicia social. Al comprobar que no sólo no es así sino que más bien suele ser al contrario, se produce un sentimiento de frustración recurrente que puede llevar a tergiversar los heterogéneos elementos a analizar con vehementes apreciaciones emocionales que en nada ayudan a clarificar el debate.

De entrada, cabría establecer una premisa: por sí mismos, ni el pacifismo ni la violencia aseguran una evolución dialéctica y esclarecedora que nos permita dilucidar las claves de un determinado conflicto y resolver la situación. A lo largo de la Historia tenemos sobrados ejemplos del fracaso de ambas opciones.

La acción social no violenta suele ser contemplada con displicencia por el poder establecido, convencido éste de que detenta el monopolio de la violencia, seguro de que siempre tendrá una mayor potencia militar que en cualquier momento  puede sacar a la calle y convertir sus “misiones de paz” en misiones de guerra social. Es frecuente poner como ejemplo de los logros políticos del pacifismo la actuación de Ghandi en el proceso de independencia de la India, pero se obvia en esas ocasiones el que los británicos estaban ya en proceso de liquidación de su imperio colonial, que el propio Ghandi murió víctima de la violencia que supuestamente rechazaba, así como el hecho de sus frecuentes contradicciones militaristas durante la 2ª Guerra Mundial y sus manifestaciones racistas –y por tanto violentas- mientras vivía en Sudáfrica. Así y todo, aún con sus contradicciones a cuestas, no se conoce ningún otro caso histórico en que la militancia no-violenta haya influido a la hora de modificar sustancialmente una determinada circunstancia social.

Por lo que se refiere a la llamada violencia revolucionaria, si atendemos así mismo a la Historia, la situación en cuanto a resultados, no parece mucho mejor. La Revolución Francesa abrió las puertas a la burguesía y el capitalismo, la Revolución Rusa al Estalinismo, la Revolución Cubana, más allá del gran logro de expulsar a un sanguinario dictador como Batista, ofrece en la actualidad un panorama con tantas luces como sombras… tan sólo en China la victoria militar revolucionaria parece haber servido para descubrir un nuevo engendro: el capitalismo comunista, aunque quizás para este viaje no hubieran hecho falta alforjas revolucionarias…

En cualquier caso, cuando frente a cualquier conflicto nos planteamos el eterno dilema de cómo afrontarlo, surge inevitablemente la disyuntiva de la acción no violenta o violenta. Visto que ninguna de las dos opciones ofrece garantías de éxito, sólo se me ocurren dos reflexiones al respecto. En primer lugar, contextualizar la situación adecuadamente porque no hay una panacea válida y universal: cada espacio de lucha, en cada momento, requerirá una determinada respuesta que inevitablemente debería ser consensuada por todas las personas que participen en ella, procurando huir como de la peste de vanguardias de iluminados que nos indiquen el camino a seguir. En segundo lugar, no condenar ni estigmatizar ninguna forma de lucha. Podremos estar de acuerdo o no frente a una determinada manera de entender la acción social pero, cuando la impotencia y la resignación nos invaden, cuando oímos repetir hasta el cansancio que “esto es lo que hay” y que vivimos en el menos malo de los mundos posibles… Así  las  cosas, toda aquella persona que se rebele conscientemente y de la forma que estime más conveniente frente a la iniquidad de una sociedad como la que nos ha tocado vivir es merecedora de respeto.

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