La Veranda de Rafa Rius
Cuando paseamos por un prado junto a un bosque otoñal y absortas en nuestros pensamientos o embelesadas por la belleza del instante, pisamos inadvertidamente una bosta de vaca y al estiércol bovino le añadimos un palito, estamos creando sin quererlo una metáfora muy potente.
Para demasiadas personas la vida es una mierda pinchá en un palo. Y no es cuestión de silbar y mirar hacia otra parte. Querámoslo o no, somos colegas de viaje. Cuando alguien muere de hambre o en epidemias evitables, en Somalia, Sudán, Yemen, o en cualquier otro país de nuestra larga lista de la vergüenza, cuando alguien se hunde en el Índico o el Mediterráneo, naufragamos un poco cada una de nosotras. También, cuando alguien al lado nuestro contempla cómo su dignidad es pisoteada impunemente, somos todas las agraviadas. No se trata sólo de culpar al Sistema, a Trump, Putin, Merkel o Rajoy y a continuación lavarnos las manos. Comencemos a pensar y actuar. Si queremos mantener un mínimo respeto por nosotras mismas, tenemos el imperativo moral de hacer todo aquello que esté en nuestras manos para remediarlo. Y no hablo del farisaico sentido de culpa, de la indecente caridad cristiana, sino de la obligación de solidaridad y ayuda mutua, de la acción directa.
La utopía de los viejos sueños tenaces: luchar por hacer posible un lugar en el que cualquier persona de cualquier color y lengua pueda bajar de un barco o de un tren, con la maleta en la mano, sin un duro en el bolsillo y fundirse en la marea de los demás, en una ciudad en la que nada más poner un pie en el suelo, esa persona pueda decir: Aquí es, esta es mi casa. Nuestras ciudades no son precisamente idílicas, recibirán bofetadas que son el caramelo del pobre, pero entre lo malo y lo peor ¿Qué es preferible?. Seguramente sea mejor estar vivo en el infierno que muerto en un paraíso perdido porque en cualquier lugar estarán atrapadas por el maldito juego del dinero y el poder que constituyen el eterno relato de la historia de la humanidad en Estados cuyas dirigentes son las esclavas chuleadas por el imperialismo ultraliberal.
La cosa empieza a pintar realmente mal sólo cuando permanecemos inermes y pasivas, cuando hay más preguntas perplejas que respuestas. O peor aún, cuando hay más repuestas, condescendientes y seguras pero equivocadas, que preguntas. Andamos por la vida pertrechados con una pesada mochila que quizás sería preferible llevar mucho más llena de dudas y contradicciones que de certezas; entonces, solo nos queda seguir caminando, exhaustas pero firmes, hacia esa lejana ciudad.
Ya lo dijo Camus: “De los resistentes es la última palabra”.