La Veranda de Rafa Rius
Una de las argumentaciones omnipresentes en todos alegatos a favor del sistema económico capitalista suele ser el hecho de que la razón en la obtención de beneficios está fundamentada en la aceptación de unos riesgos de pérdidas en el capital aportado. Y muchos habían llegado a pensar que tenía su lógica: el mundo es de los audaces, el que arriesga, es de sentido común que gane, si quieres peces mójate el culo, etc.
Pues bien, aunque siempre se habían hecho trampas y en el seno de la llamada economía de mercado existían mecanismos compensatorios para que el riesgo no fuera tal y las pérdidas no llevaran la sangre al río, en los últimos seis años, estos mecanismos, que siempre habían permanecido semiocultos y pudorosamente disimulados, han mostrado ante nosotros sus vergüenzas de manera descarada y sin ningún tipo de complejos.
Si vamos algo más atrás, desde la entrada del euro con sus créditos baratos propiciadores de las más diversas burbujas, se ha instalado entre los distintos grupos inversores el convencimiento de que se podía arriesgar capital sin medida. Si salía bien, perfecto y si salía mal, ya vendría papá Estado y lo solucionaría con sus rescates en aras del “bien común”.
La vieja práctica de acumular las ganancias en sus cuentas privadas y “socializar” las pérdidas, se ha extendido por doquier con la connivencia de los partidos en el gobierno y sus votantes satisfechos. No obstante ha sido, como digo, a partir del estallido de la crisis-estafa cuando estas prácticas se han impuesto como la forma habitual de funcionamiento empresarial en diferentes sectores. Furibundos neoliberales, defensores de la libertad total de movimientos de los capitales y de la reducción de lo público a su mínima expresión, no dudan en reclamar con urgencia la intervención estatal cuando las cosas vienen mal dadas.
Bancos, constructoras, energéticas, autopistas, inmobiliarias… e tutti quanti, reclaman enérgicamente su derecho a ser salvadas, por el bien de todos.
Mientras no dudan en presentar un ERE aún obteniendo cuantiosos beneficios, argumentan la necesidad de su rescate para evitar su cierre y no dejar en la calle a sus trabajadores. Su cinismo consentido llega hasta el extremo de colocar en primer lugar de sus prioridades “el terrible problema del paro” mientras deslocalizan sus inversiones en busca de nuevos y mejores escenarios para su rapiña.
En el momento actual, sobreviviendo en eso que algunos marxistas sobrados de optimismo denominan “tardocapitalismo”, nos es dado contemplar como la economía de mercado ha cuadrado el círculo para su perpetuación: ultraliberalismo salvaje para depredar todo lo depredable y Estado a su servicio para entrar al quite en caso de necesidad.
¡Son los putos amos!
Mientras todos nosotros permitamos que lo sigan siendo.