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Opinió

¡Fuera la religión de las escuelas!

La Veranda de Rafa Rius

Hay ocasiones en que lo que debería ser considerado un pleonasmo, una redundancia –escuela laica- ha de ser una y mil veces defendido y razonado frente a la sinrazón de los de siempre. Siente uno demasiadas veces el ridículo y la impotencia de andar explicando algo obvio cuando se sabe que no hay peor sordo que el que no quiere oír. Pese a ello, intentaré dilucidar y matizar algunos aspectos de la cuestión que vuelven a estar de actualidad a cuenta de la supresión de la asignatura de Educación para la Ciudadanía por una cosa llamada Educación Cívica y Constitucional. Dejando aparte una nueva redundancia como el adjetivo constitucional (ya que es de suponer que la educación cívica incluye el conocimiento de su prostitución, digo… constitución) la denominación no ha cambiado mucho -Cívica en lugar de para la Ciudadanía, que viene a ser lo mismo: más ciudadanismo fulero. ¿A qué vienen pues esas prisas en cambiar la dichosa asignatura? Más allá de la obligación de complacer a un electorado tan ultra como fiel, la operación parece responder al deseo de reforzar el papel de la religión en las escuelas estatales. Religión que, junto a un ideologizado currículum de la nueva asignatura, formará parte del adoctrinamiento escolar que la Conferencia Episcopal les exige para darles su apoyo.

Pero todo ese tinglado es difícilmente aceptable para quien pretende moverse dentro del terreno de lo racional. Cualquier religión es sinónimo de miedo. Sin el uno difícilmente se podría comprender la otra. Toda persona tiene el derecho de afrontar y negociar sus miedos como mejor le parezca. Frente a la imposibilidad de encontrar respuestas racionales a lo que, de momento, no las tiene, cada cual es muy libre de encararse con su propia perplejidad frente a la ignorancia y la muerte como mejor le parezca, pero sin que nada justifique que en ningún caso trascienda el ámbito estricto de lo individual.

Por otra parte, hemos sabido desde siempre que esas conjeturas metafísicas iban indefectiblemente acompañadas de la formalización de unas determinadas estructuras de poder y control social en ellas basados que pronto devenían castas específicas dedicadas al muy rentable negocio de instrumentalizar en su propio beneficio los miedos ajenos. Y así hasta ahora mismo.

Si uno está siempre solo frente a la propia muerte, si la derrota frente al tiempo es tan individual como innegociable, ¿Qué pinta la religión en un ámbito colectivo como es la escuela? ¿Acaso el enmascaramiento de ese miedo del que hablábamos es susceptible de ser enseñado?

Tal parece que sí. A juzgar por las complicadas estrategias de ritualización fuertemente codificada de una serie de dogmas sin base racional alguna, difundidas a través de toda una serie de complicadas liturgias de sumisión, la casta sacerdotal tiene la firme convicción de que la escuela es un ámbito propicio para volcar en ella sus desvelos. Y, contando con la connivencia de los sucesivos gobiernos supuestamente laicos, apuesta fuerte porque, tal como están los tiempos, es de las pocas canchas que le quedan en las que plantar cara a su progresiva pérdida de poder coercitivo: frente al panteón de dioses emergentes o ya firmemente consolidados (Dinero, Consumo, Fama, Poder…) el viejo dios judeocristiano, con todo su santoral a cuestas, resulta una competencia tan exigua como anacrónica.

Es un tópico harto justificado y fácil de verificar, el que a las iglesias la feligresía sólo acude con motivo de bautizos, comuniones, bodas y entierros, mientras el resto del tiempo permanecen semivacías. Si la observación es justa, tiene dos lecturas. De un lado, que es la hipocresía generalizada la que permite a la Iglesia mantener esos reductos de control social, de otro, que, huérfanas de feligreses las parroquias, necesita imperiosamente de la escuela para la transmisión intergeneracional de esos rituales de sumisión que le permitan, si no incrementar al menos mantener su menguante cuota de poder.

Suelen tronar el papa y los obispos con escrupulosa periodicidad contra la peligrosa deriva secularizadora, los peligros del laicismo y la pérdida de valores cristianos que vive nuestra sociedad, puesta de relieve en la aceptación tácita y acrítica de gravísimos pecados como el divorcio, el aborto o la unión de personas del mismo sexo. El problema para ellos es que sus truenos, a pesar de la potencia con que son emitidos, tienen escasa fuerza de penetración social si han de luchar en los medios con el partido del siglo, la canción de éxito del momento o el más reciente cotilleo de la folclórica de turno. Si encima de todo esto, les endilgan una asignatura como la Educación para la Ciudadanía, sospechosamente contaminada por los efluvios de un aroma laico y agnóstico… y que compite en el horario escolar con la Religión de toda la vida… es lógico que consideren que ya está bien de tocarles las narices…

Rajoy, como devoto monaguillo, lo único que ha hecho es cursar las órdenes oportunas al ministro de educación para que la sustituya, alegando que “propicia el adoctrinamiento” (La Educación Cívica y Constitucional y la Religión en cambio, al parecer, no.

A la Santa Madre Iglesia no le parece ni medio bien que los funcionarios de un Estado aconfesional –pero que subsidia religiosamente la mayor parte de sus gastos, fastos y caprichos- anden enredando con el bien y el mal en temas harto delicados de los que poco o nada saben, en lugar de permitir que sean los curas o sus acólitos los que pontifiquen sobre cuestiones como el divorcio, el aborto o la homosexualidad, de las que poseen obviamente, un elevado conocimiento empírico.

Por otra parte, la Iglesia, debido a su tan sempiterna como paranoica costumbre de caminar siempre mirando hacia atrás, ha perdido el tren de las nuevas tecnologías (a ver para cuando las confesiones por Twit o las misas colgadas en You Tube), con el consiguiente alejamiento de los más jóvenes que están, salvo escasas excepciones, a años luz de los rancios valores morales que defienden los obispos con espíritu numantino.

La Iglesia es plenamente consciente de que está librando su penúltima batalla. Sabe que si pierde el control sobre la educación, poco más le queda. Sus servidores van a tener que acabar retirándose a sus conventos y dedicándose a la mística mientras esperan a reunirse con su Dios para disfrutar del PP (es decir del Paraíso Prometido) No parece que les seduzca mucho la idea. Su reino no es de este mundo pero el de este mundo se resisten a soltarlo.

Así pues, clamemos una vez más en el desierto y acabemos con una jaculatoria: ¡Fuera la religión de las escuelas!

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