El Vaivén de Rafael Cid
“Cuando los carabineros acechaban en la noche
y era un túnel la bóveda del cielo
sin luz en los vagones, hice un fuego de estrellas en la boca del lobo”
(Joan Salvat-Papasseit. Nocturno para acordeón)
Hasta no hace muchos años la política era la esfera casi exclusiva de la sociología. Las masas y no las personas dominaban ese teórico “arte de lo posible”. Hasta que algunos pensadores, visto las resistencias que esas mismas multitudes gregarias ofrecían a los cambios, empezaron a incorporar a sus análisis de lo colectivo la problemática de la psicología. Había que indagar el porqué de tanta retranca.
Dos de esos estudiosos que entendieron que el hombre es un animal social y muchas cosas más, fueron el griego-francés Cornelius Castoriadis, un marxista que terminó convertido en libertario sin ser nunca anarquista, y el argentino-francés Eduardo colombo, un libertario que siempre fue anarquista a tiempo completo. Ambos, escritores comprometidos con el activismo político emancipatorio, procedían profesionalmente de la misma disciplina que Freud encumbrara, aunque en sus convicciones se mezclan diferentes escuelas.
Sin embargo, uno y otro, supieron ver en la expresión “imaginario social” parte de las causas que hacían tan difícil la construcción de un orden nuevo capaz de bascular de la heteronomía excluyente a la autonomía inclusiva. Y además entendieron que en el mundo secreto de las palabras se encuentra otro de los avisperos que lastran la consecuente desconexión con tradiciones, mitos, creencias y supersticiones. Esos fetiches que cuando se ponen en cuestión de manera solvente parecen abrir el abismo ante nuestros pies. De ahí el vértigo a lo desconocido y la fuerza bumerán de lo ya sabido. A menudo, muchos prefieren la injusticia al desorden y se contentan con decir más vale malo conocido que bueno por conocer.
El denominado “desafío catalán” ha mostrado algo de esa dualidad castrante. El mismo término “autodeterminación”, talismán teleológico para identificar el “procés constituent”, según como se pronuncie, puede ser una cosa o su contrario. Tan estrecha es la línea de su sombra. Si enunciamos el sintagma al completo significa la ambicionada autogestión, pero si lo despiezamos damos vida a su contrario: auto de terminación. Punto y final. Una reversibilidad que se manifiesta también en esa sinrazón de proclamar la independencia y a la vez no declararla, ejercida pomposamente por el president Carles Puigdemont. Aunque la cosa es más bruta si cabe con lo que afecta a la palabra “independencia”.
“Independencia”, nuevamente, como “autodeterminación”, remite a “soberanía”, a no tener nadie por encima que coaccione nuestro derecho a decidir. Pero, en la misma hipótesis ya exhibida, si la deconstruimos, queda como en la secuencia “in dependencia”, y de nuevo llegamos a su contrario. El prefijo “in”, según la Real Academia Española de la Lengua, admite dos acepciones principales. La primera equivaldría a “adentro”, “al interior”. La segunda prescribe “negación”, “privación”. Estamos pues en el filo de la navaja de Ockhan, como cuando enfrentamos potencia e impotencia (la “m” en lugar de la “n”, con idéntico fonema, es solo un recurso orográfico). De ahí el vaivén a que se encuentra sometido el conflicto de marras: un proceso constituyente que exige previamente otro deconstituyente, ambos con la misma trayectoria: de abajo-arriba.
Un estigma del que nadie está a salvo. Los españolistas enemigos del “procés” tampoco pueden sustraerse a esa ruleta rusa de las palabras actuando como puños. Lo que ocurre es que ellos controlan los tiempos desde el poder. Están en el punto de partida y no en el de llegada, y eso les da una enorme ventaja a la hora de imponer sus credenciales. Ha ocurrido este año con la celebración del 12 de octubre como Fiesta Nacional, en lógica expansión anti-independencista para ganar la batalla de una percepción pública mayoritariamente patriotera. Era un “homenaje a la bandera”, se entiende que a la enseña del “todo”, la España una e indivisible, frente a la “parte” catalana rival que aspira a deslocalizarse. Pero la trabazón lingüista opera a favor de lo instituido. “Homenaje” y a la “bandera” es un oxímoron, una contradicción en sus términos, una atribución espuria, tal que decir “el discurso de la rana”. Como su propia etimología indica, “un homenaje” solo es atributo de los seres humanos. Nunca de un trapo, aunque se vista de bandera, que es siempre la enseña de un bando. Otra cosa es que en la práctica histórica persiste esa inversión de la lógica, que sea el “homo” el que se incline ante una bandera. Prueba de siglos de sometimiento humano irracional.
Por eso muchas revoluciones aplican cambiar el nominal de las cosas: los meses del año la Revolución Francesa (Brumario, etc.) o los nombres de pila en la Revolución española (Germinal, Libertad, etc.). Hoy, hasta intentar modificar el callejero se considera un acto casi subversivo. Pero donde de verdad quiero llegar es al tema de lo previsible y lo imprevisible. Un cambio radical supone entrar en el reino de lo imprevisible, lo incierto, lo que está por venir. Por el contario, lo previsible, lo ya conocido, lo que no admite sorpresa, es parte constitutiva del sistema. No enciende el timbre de alarma de “horror al vacío”, como ocurre con lo imprevisible, y conlleva cierto confort en su tediosa rutina ¡Así es si así os parece! ¡Que piensen otros! La mayoría silenciosa, ese amorfidad yacente, pasta en los circuitos de lo previsible. La minoría insurgente, un coloso en vigilia, en las tierras de lo imprevisible.
Las categorías de lo previsible engendran monotonía, servidumbres voluntarias y cortoplacismo. ¡Amanece que no es poco! Las de lo imprevisible, proactividad, utopías ucrónicas y relatos de largo aliento. Esta es tributaria de la democracia, aquella de la demoscopia. Por eso no hay acción sin reacción. Hasta que se pulsa ese Punto G en que los sometidos a lo previsible sienten un despertar interno que les permite descubrir lo humano cierto que hay implícito en los seres humanos. Su ADN no contaminado. La mayéutica socrática. El paso de replicantes a personas. Lo que se apuntaba en ese maremágnum de esteladas y rojigualdas que ha ido desde la autodeterminación al auto de terminación y de la independencia a la in dependencia, y vuelta a empezar.
Algo que solo se da excepcionalmente en la historia de un pueblo. Aunque ya aconteció hace ahora casi 80 años en ese mismo escenario de debate. Cuando un 19 de julio de 1936 toda Barcelona, el territorio humano de los poemas de Salvat-Papasseit, se echó a la calle en común para salvar al resto de España del alzamiento fascista. Lo contó, para que no se olvide, George Orwell en su Homenatge a Catalunya.
(Nota. Este artículo se ha publicado también en el número de diciembre de Rojo y Negro)