El Vaivén de Rafael Cid
La doctrina del tiranicidio, fórmula que abarca desde el “magnicidio” a conceptos como “guerra justa” o “injerencia humanitaria”, tiene una larga tradición cristiana, sobre todo en España, donde nombres como el padre Mariana, y su teoría del “regicidio”, basada en las enseñanzas de Cicerón, han hecho de ella el pilar de toda una escuela de pensamiento-acción, una suerte de teología de la liberación. Y aunque desde la sociedad civil también se utilizó este principio de intervención frente a los poderosos como aval de legítima defensa de los más humildes y débiles (el Locke del derecho a la rebelión), lo que a la luz de los sucesos de Libia nos interesa de esta posición es la reflexión que establece entre legalidad y legitimidad. No siempre lo que es legal, bendecido en las normas establecidas por el sistema político vigente, es legítimo, acorde a valores respaldados por la mayoría social del pueblo, que es el ámbito donde en realidad radica la soberanía (por más que la revolución Francesa introdujera el término restrictivo de “nación” como sucedáneo). Incluso la legitimidad no es un valor estático, sino dinámico, como demostró Max Weber al diferenciar entre legitimidad de origen y legitimidad de ejercicio. Jürgen Habermas, en su libro Factlcidad y validez maximiza así el problema: “sólo son legítimas aquellas normas que pudieran ser aceptadas por todos los posibles afectados por ellas como participantes de discurso racionales”.
Pero lo sustancial de este debate inacabable, desde un punto de vista libertario y anti-autoritario, es que no existe legalidad sin legitimidad, es decir, que una norma que arrincone, colisione o liquide valores fundamentales es nula de pleno derecho. De ahí la no prescripción de los delitos de lesa humanidad. La axiología debe presidir las actuaciones políticas para que el consenso social sea efectivo y no un simulacro. Cosa harto difícil cuando el poder está instituido, aunque ostente la lacra de no remitir a un proceso constituyente que le legitime. Por ejemplo, en el corpus jurídico de la democracia española están incluidas, “casadas”, las aberrantes sentencias del franquismo, que como acaba de reconocer reciente y torticeramente el Tribunal Supremo (Sala V de lo Militar, ¡ojo!) son “ilegítimas e injustas” pero legales. El caso más perverso de esta anomalía se plantea cuando en una sociedad convenientemente mediatizada se aprueban con todos los requisitos democráticos, esa legalidad de lo políticamente correcto, medidas claramente atentatorias contra los derechos humanos como la pena de muerte, el racismo, la tortura, la mutilación, etc.
Podríamos decir que lo que hace coherente y valida una norma, lo que identifica legalidad con legitimidad, es su carácter democrático, ex ante, durante y ex post. Su axiología fundacional, su ética política. Así, lo que tantas veces vemos en la actualidad, en resoluciones de gobiernos formalmente democráticos, o en organismos internacionales como la ONU, entes todos ellos tasados por “la ley de número”, son guerras de agresión vindicadas y publicitadas como guerras justas. Asesinatos legales en territorios jurídicos homologados democráticamente. Y eso es un oxímoron. Por la democracia sólo se puede morir, “aventurar la vida” que dice El Quijote por la libertad, como demostró Sócrates acatando su suicidio por una resolución de la asamblea ateniense. Pero lo que jamás se puede hacer en su nombre es matar impunemente.
Hay, pues, una única guerra justa, el derecho a la resistencia que contemplaba la Constitución francesa de 1981, como defensa de los pueblos ante los tiranos, cuyo ejemplo más palmario fue la lucha del pueblo español en armas frente al golpe militar del 36. Que no sólo era una manifestación democrática por su propia raíz, ya que surgió espontáneamente del demos, sino que además resumía esos condicionantes de legalidad en la legitimidad por surgir para sostener a un gobierno salido de las urnas. Y es curioso que ese referente histórico, que aún hoy se tiene como paradigma de revolución popular, deviniera premonitoriamente en el agujero negro del sistema. La neutralidad cómplice de las potencias “democráticas” ante la agresión fascista expuso meridianamente el abismo que existe entre lo políticamente correcto y los valores auténticamente democráticos. Por eso cuando vemos decidir una “guerra humanitaria” a un Consejo de Seguridad en cuyo seno existe un reparto desigual que permite a los países más poderosos el privilegio despótico del derecho de veto, es evidente que estamos no sólo ante una guerra injusta sino además ante un intento de usurpación del legítimo derecho de los pueblos a la resistencia.
Lo que nos lleva a especular si la declaración de guerra a Libia realizada bajo el paraguas de la ONU no esconderá un conato de sustraer a otros pueblos oprimidos del contagio propiciado por la fórmula de rebelión democrática experimentada con éxito por egipcios y tunecinos, una “revolución” hecha al margen del poder de los Estados. En cierta medida es algo parecido, en otro orden de cosas, al efecto de solidaridad entre los pueblos que el fenómeno de las brigadas internacionales representó en la práctica política como superación de las razones de Estado en la guerra española. Estamos hablando de procesos de ruptura democrática que ni compadecen ni admiten solución de continuidad con prácticas atentatorias contra la dignidad humana aunque vengan pertrechadas de legalidad. Ni con transiciones que encubren el continuismo por arriba y el decrecentismo democrático por abajo. Nunca estará de más recordar que la afamada transición española se hizo de ley a ley, de la dictadura a la democracia. Por eso la negativa de las actuales instituciones que han “sucedido” en el escalafón a las del franquismo a la hora de anular las sentencias de aquellos tribunales que, como acaba de escribir el magistrado Ramón Sáez, no emitían sentencias “sino crímenes de Estado”. Y ello porque, en esencia, el pueblo no estaba presente ni se le esperaba. No fue el titular del cambio, sino que estuvo representado por unos líderes que lo fagocitaron en su nombre.
Al vaciar de contenido el histórico “derecho a la rebelión” de los pueblos y ser los Estados más poderosos quienes, con el escaparate democrático de organismo internacionales de consenso intergubernamental, ostentan la legalidad para decidir sobre la paz o la guerra, la globalización se configura como la fase más acabada del imperialismo capitalista, y de paso se despliega una camisa de fuerza para poner sordina, refutar o en su caso contener las legítimas aspiraciones de los ciudadanos a la hora de configurar su propio destino. De ahí que quepa decir que el siglo XXI, tras el corto siglo XX que tantas guerras mundiales, revoluciones, guerras frías y contiendas de baja intensidad alumbró, en realidad configura el ocaso de las “guerras justas”. La guerra de Libia, manufacturada otra vez sobre la percepción de existencia de armas de destrucción masiva en manos de Gadafi y promovida como una “revolución desde arriba” por el penúltimo Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, es su signo más palpable. La pirueta es notable. Hemos pasado del “regicidio”, entendido como un acto individual de justicia del pueblo para eliminar al tirano opresor a la “injerencia humanitaria” que ejercen las potencias mundiales en nombre de principios democráticos para diseñar el mapa más afín a sus intereses estratégicos. Una selección arbitraria enfeudada a la conveniencia de sus clases dominantes decide qué tirano debe ser objeto de la “guerra justa” (la Libia de Gadafi) y cuáles deben gozar de su tolerancia (Marruecos, Yemen, Siria, Arabia saudí, Bahrein, etc.). Con la acción armada sobre Libia “Odisea del amanecer”, la Organización del Tratado del Atlántico Norte coloniza militarmente el Mediterráneo Sur.
Por eso, ¡libertarios del mundo, uníos!: hoy no puede darse la división que hubo en el movimiento anarquista respecto a la primera guerra mundial de 1914, enfrentando a aliadófilos como Kropotkin o Juan Grave y antimilitaristas como Enma Godman o Malatesta. Lo que la guerra de Libia, la crisis económica y financiera y el desastre nuclear han venido a verificar es que soberanía de los pueblos ha sido secuestrada por los poderes fácticos, los nuevos señores de la guerra. La historia de la servidumbre voluntaria nos dice que incluso los pueblos más cultos (la Alemania nazi), más democráticos (los Estados Unidos de las subprimes) o más espirituales (el Japón de Fukushima), seducidos por las razones de Estado, terminan en holocausto, crisis sistémicas o desastres humanitarios.
¡¡La emancipación de los ciudadanos ha de ser obra de los ciudadanos mismos!!