El Vaivén de Rafael Cid
En el contexto de crisis económica severa en que vive la eurozona y el riesgo de desintegración a causa de las involuciones normativas con que algunos países están respondiendo al alud de refugiados e inmigrantes, junto a la incertidumbre sobre el previsto referéndum de desconexión de Gran Bretaña de la Europa de los 28, sería pura fantasía decir qué puede pasar entre España y Catalunya tras la proclamación rupturista del Parlament. Pero una cosa al menos sí queda clara: dentro de la Unión Europea (UE) no habrá pleito, por grave que se considere, que no se aborde desde el plano exclusivamente democrático. Otra cosa sería en el caso de una descomposición de la UE.
Esto que parece una perogrullada puede no serlo tanto si miramos en problema con la perspectiva de lo sucedido en este país cuando se ha discutido el asunto de la organización territorial. No es necesario remitirnos a las guerras carlistas para hurgar en experiencias más o menos recurrentes. Sin ir más lejos, en el pasado siglo por mucho menos de lo que ha sucedido esta segunda semana de septiembre en la cámara legislativa catalana se hubiera armado la marimorena. Por tirios y troyanos. El golpe de Estado del 23-F fue un levantamiento militar preventivo que buscaba impedir la escalada soberanista atribuida a estamentos políticos y sociales de las autonomías. En el lado opuesto, la violencia de ETA a lo largo de varias décadas de acciones terroristas nunca logró posicionar las reivindicaciones abertzales en la cota donde acaba de colocar las suyas el pacífico independentismo catalán.
Y eso es una lección histórica que no deberíamos pasar por alto por mucho que la trazos gruesos de la rabiosa actualidad absorban toda nuestra atención sobre discursos, declaraciones y liderazgos en este momento crucial. Sin duda eso es muy importante, pero lo realmente trascendente se ha producido allende el hemiciclo: entre la inmensa ciudadanía. Es en ese ámbito de lo común de la sociedad civil donde se ha revelado el calado ético de lo que partidarios y refractarios estaban defendiendo en el Parlament, siendo esa misma escenificación el punto de partida que obliga a hablar de un revival democrático. Al margen de las lógicas sobreactuaciones y brindis a la galería, lo visto, oído y producido por parte de todos los partidos allí presentes ha estado presidido mayoritariamente por el respeto mutuo, la tolerancia, el seny y el fair play. Nada que ver con la bronca chusquera, las bilis mal disimuladas y las melonadas que se presenciaron en el Congreso de la madrileña Carrera de San Jerónimo en momentos críticos como la moción de censura a Adolfo Suárez o algunas sesiones que precedieron al tejerazo.
Y ese mismo clima se respiraba en las calles, los cafés y los hogares de media España. Normalidad absoluta. No indiferencia, porque las encuestas señalan que la “cuestión catalana” está empezando a forjar opinión entre el electorado, sino naturalidad. Es como si la gente tuviera ya descontado el derecho a decidir como un activo civilizatorio. Sin embargo, ese ambiente ejemplar que se percibía entre la ciudadanía adquiría rasgos de tragedia griega cuando uno se asomaba a las tertulias que tenían lugar al unísono en muchas televisiones públicas y privadas de cobertura nacional. Allí, los todólogos en nómina rivalizaban en zafiedad, tremendismo, insultos y mamarrachadas, como vates enfurecidos porque el orbe se estuviera derrumbando ante sus ojos “sin que nadie hiciera nada para remediarlo”. Abonados al statu quo, el polvorín que muchos de estos Jeremías vendían era un capítulo de la vieja estrategia de la tensión que afortunadamente hoy ya no tiene comprador.
Contemplándolos venía a la memoria el dicho del 15-M “apaga la tele, enciende tu mente”.
Buen artículo, Rafael Cid.
La verdad es que esas personas de características carpeto-vetónicas siguen abundando por la meseta. Supongo que los habrá por otros lares también.
En fin, el caso, y recuerdo su frase de «no puede haber democracia sin demócratas», es que son plaga los personajes que a lo único que aspiran es a tener algo de poder; aunque sea el poder de abrir la puerta del coche de algún adinerado, político, etc. y luego hacerle una reverencia, para a renglón seguido poder irse a zampar un bocata de mortadela o de jamón (según) cuando el amo esté a sus cosas.
De todo esto en España está llenito.
De igual manera tampoco puede haber democracia si el sistema vigente, como pasa ahora, es por ejemplo una vulgar, chusca y hedionda partitocracia, una oligarquía de partidos que son simples órganos del aparato del Estado. La Democracia son una serie de reglas del juego, muy evidentes y claras por otra parte:
1º)— Separación de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial), de origen, de una sola vez y para siempre.
2º)— Que el votante esté efectivamente representado, que se efectivamente y elector y un retirador del poder que otorga y que pueda hacerlo en cualquier momento.
3º)— Que exista una Constitución (formal o escrita; o bien material aunque no escrita) que garantice para siempre la separación de poderes y que garantice los derechos civiles y libertades políticas de cada una de las personas individualmente frente al resto (supongamos, para que se entienda, que todos dijeran que hay que tirar desde lo alto de un campanario a Fulanito de Tal o que hay que impedir la Libertad Política Colectiva…, pues no, porque se supone que una Constitución garantiza eso).
—– Dirán, ostras ¿y cómo se consigue eso?; esto se consigue mediante UN PRECESO DE LIBERTAD COLECTIVA CONSTITUYENTE, en donde el SUJETO CONSTITUYENTE SEA LA SOCIEDAD POR COMPLETO Y NO CUATRO MENDAS LERENDAS METIDOS EN UN TAXI O ALREDEDOR DEL CALORCITO DE UNA MESA-CAMILLA (como bien recuerda o recordaba Rafael Cid) Y QUE NOS VENDAN UNA MIERDA PODRIDA Y CORRUPTA COMO SI («como si» famoso) ESO FUERA LO QUE NUNCA HA SIDO NI PUEDE SER.
En fin, un saludo.