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Opinió

Vicios privados, públicas virtudes

El dedo en el ojo de Félix García Moriyón

Félix García Moriyón
Félix García Moriyón

Todas las épocas tienen algunos “mitos” fundadores, creencias que surgen de forma algo imprevisible y que arraigan profundamente en el pensamiento colectivo convertidas en principios orientadores de la conducta que se dan por supuestos y no se ponen nunca en cuestión. Es más, son la vara de medir con la que evaluamos casi todo lo que hacemos. Uno de esos mitos fundadores del mundo contemporáneo es la convicción de que los vicios privados dan lugar a virtudes públicas.

El autor de esa frase fue Bernard de Mandeville, quien en 1705 escribió un poema que tuvo gran aceptación, «El panal rumoroso: o la redención de los bribones». El éxito del breve poema hizo que 14 años después escribiera un libro amplio con el título que se ha hecho famoso: La fábula de las abejas. O vicios privados, virtudes públicas. Todo a lo largo del siglo XVIII siguió siendo un libro muy leído, duramente criticado por algunos y reelaborado por otros, en concreto por Adam Smith, uno de los grandes fundadores de lo que podríamos llamar liberalismo económico.

El mito es sencillo: según el autor, los seres humanos somos movidos sobre todo por pasiones, en especial por pasiones egoístas (era un seguidor del pesimismo antropológico de Hobbes). Ahora bien, esas pasiones, que podemos denominar vicios privados, entre las cuales está la codicia o afán de riqueza, no deben erradicarse pues si desaparecieran de la sociedad, esta colapsaría y desaparecería. Si los dejamos libres, sin intervenciones coactivas de las autoridades se llegará a un equilibrio natural (Mandeville es el primero en formular lo que se ha llamado la mano oculta de los mercados) proporcionando la armonía y bienestar sociales. Conclusión, el bien común, las virtudes públicas, se sustentan sobre los bienes particulares, los vicios privados. Si intentamos erradicar esos vicios privados, la sociedad dejará de funcionar.

El hecho es que la idea caló hondo y ha sido recuperada por los neoliberales actuales. Es sencillo; lo mejor que puede hacer la sociedad es dejar que la gente de rienda suelta a los vicios privados, siendo fundamentales dos, el afán de riqueza y el deseo del lujo. Cuando alguien busca hacerse rico, se convierte en un emprendedor creativo lo que genera riqueza y también, pues no de otro sitio sale esa riqueza, puestos de trabajo. Al mismo tiempo, esa riqueza le permite acceder a lujosas condiciones de vida, con disfrute de innumerables bienes materiales. La frugalidad, una cierta austeridad en el consumo, no es en absoluto una virtud y solo quienes son pobres y no pueden permitirse lujos alaban la frugalidad para encontrar consuelo a su pobreza, mientras en el fondo envidian a los ricos.

Muchos pensadores de la época, que profesaban las creencias cristianas, criticaron duramente esa posición. En primer lugar, porque no compartían esa visión tan pesimista del ser humano; en segundo lugar, porque consideraban que el excesivo amor a las riquezas, el deseo de lujo, era contrario a la actitud de un buen cristiano. La caridad, el amor al prójimo, era el eje de una buena vida, no el egoísmo.

Ya en el siglo XIX, fueron los movimientos socialistas de distinto signo los que arremetieron contra esa visión del mundo, proponiendo tomarse en serio la exigencia de igualdad y fraternidad que coronaba las declaraciones fundadoras de la democracia contemporánea. Las luchas obreras de manera especial bregaron a favor de un modelo diferente de sociedad, movidos por unas creencias totalmente diferentes: un claro optimismo antropológico y una exaltación de la solidaridad y el apoyo mutuo. Su esfuerzo se vio compensado por un progresivo avance del estado social o estado de bienestar, en el que todavía estamos.

Como todos sabemos, desde los años setenta –más bien desde los mismos orígenes del actual modelo de relaciones sociales– las élites sociales o bloque hegemónico decidieron redoblar sus esfuerzos para conseguir que siguiera siendo dominante ese antiguo mito, recuperando incluso cierto atractivo que parecía perdido sepultado bajo la destructiva losa del Estado protector. Exaltaron la codicia, aunque bajo el eufemismo del espíritu emprendedor, y sedujeron a la sociedad con el espejismo del acceso a un simulacro de lujo.

Lo llamaron capitalismo democrático, convenciendo a la gente que la compra de acciones les convertía en propietarios del capital, codeándose con los poderosos. Y la gente mordió el anzuelo y se lanzó a invertir en bolsa, o a hacer planes de pensiones que, a su vez, invertían en bolsa con afán claramente especulativo. Claro está, buscando siempre el máximo beneficio, a veces bajo el nombre de acciones preferentes.

Lo llamaron consumo democrático o consumo de masas. Y la gente mordió el anzuelo e identificó bienestar con consumo, cuanto más lujoso, o más cercano al lujo, mejor. Quizá solo tenían dinero para unas “Royoban”, pero eran tan parecidas a las genuinas “Ray-Ban” que bastaban para quedarse satisfechos. Un traje de Stradivarius o un sofá de Ikea ayudaban a consolidar la autoestima… y sobre todo ayudaban a crear las grandes fortunas de los propietarios de esas marcas multinacionales.

Desbocadas las abejas de la fábula, el afán de lucro sin mesura ha provocado que los ricos se hayan hecho más ricos y los pobres más pobres porque lo que oculta el mito de Mandeville es que no puede haber riqueza ni lujo para todos, al menos mientras sean así concebidos.

Ha provocado también una fuerte crisis de la sociedad civil y de la democracia como forma de vida, pues estas se cimentan sin duda en unas virtudes públicas que van profundamente unidas a las virtudes privadas. La búsqueda del bienestar material (incluso entendido parcialmente como riqueza y lujo), solo puede alcanzarse en la medida en que se rompe la falsa contraposición entre buscar el bien particular y el bien común y se apuesta por un modelo en el que ambos van juntos, en conflicto sin duda muchas veces, pero siempre complementándose el uno al otro.

Fácil no lo tenemos, pues el mito sigue gozando de buena salud. Pero hay que seguir intentándolo, contando a favor con el hecho de que los seres humanos no somos esos seres egoístas depredadores de los que hablaba Mandeville, y con el indiscutible hecho de que la cooperación sigue siendo el mejor camino para lograr una vida de calidad.

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