Abel Ortiz
Antes de que a Zapatero, en el último capítulo, le pusieran drogaína (caducada) en la morcilla de Matachana los supervillanos del FMI, (ya ni siquiera existe Matachana), habíamos quedado, más o menos, en que nadie tiene nada contra los ricos; lo que jode es que haya pobres. Si no hubiera pobres los ricos se tomarían el martíni, o el vega sicilia, más tranquilos, leyendo algo de Vargas Llosa o Vizcaíno Casas, que tanto monta, monta tanto, haciendo comentarios a los sirvientes filipinos, más o menos patrióticos, los comentarios, no los sirvientes filipinos, sobre cotizaciones, chistes de Hermann Tertsch, único humorista del universo investigado capaz de superar en sutileza a Aznar, y alineaciones de o técnico mais alto e melhor de todos os tempos conhecidos.
Pero ahora resulta que los pobres ricos no mandan nada. Los mercados mandan más.
La leyenda artúrica del poder de los mercados está ya en la literatura contemporánea.
Los mercados son monstruos imaginarios de múltiples cabezas que viven en las profundidades rugosas de los cerebros reptilianos. Los pobres ricos, atados de pies y manos, no pueden hacer otra cosa, indefensos, que ganar dinero, destino cruel.
Desde que aquel sacerdote de la psicomagia negra de Chicago amenazase con la probabilidad de tirar dólares desde helicópteros para acabar con la inflación, en uno de los mejores gags de la historia del show bussiness, las novelas de economía ficción se venden como churros. Para tratar de interpretar el actual “plan quinquenal” de los economistas de guardia en el pentágono, con una careta de cartón llena de marcas comerciales y su gomita, vale más acercarse al mundo de Philip K. Dick que recrearse en el totalitarismo mágico de Friedman, Hayek, o, en su versión Disney, los
llamados libros de autoayuda, en los que, a la estaliniana manera, uno debe empezar por reconocer que es culpable de todo.
En el más que particular patio de casa, para variar, vamos a contrapié. El valor más seguro, en tierra de conejos, sigue siendo un registrador de la propiedad.
Eso suponiendo que haya propiedades para registrar. El truco, invariable, sigue siendo el mismo; te vendo una casa, te hipoteco, te embargo, te desahucio, te exprimo al máximo y me quedo con la casa. Pero aún hay más: Te cuento un cuento de chinos y piratas y, cuando se te pase el berrinche, te la vuelvo a vender.
En Haití no hay indignados. Ni en Sudán, Somalia, Honduras, Sahara o Pakistán. No tienen palabras. La indignación acaba en puños crispados frente a las legiones romanas o en miradas perdidas de niños con el estómago vacío. Manos desnudas contra misiles inteligentes. Teniendo en cuenta qué entienden los militares por inteligencia, un desastre. Una masacre: Libia, Siria, Palestina, Af-pak, Irak. Guerras en las que no hay nada que ahorrar, limpias, baratas y seguras. Barra libre de armas y municiones; están de oferta. Pagan los indignados.