Artículos Perecederos. Antonio Pérez Collado.
Acostumbra la opinión pública (o al menos la mayoría de la opinión publicada) a cebarse con los temas estrella de cada corta temporada, era previsible que cuando estas líneas apareciesen el escándalo por el máster irregular de Cifuentes estuviera pasado de moda y que ya tuviésemos entre manos otros asuntos, igual de profundos y aburridos pero que parecen rabiosamente novedosos para un público más acostumbrado a consumir noticias que a analizar y contrastar las informaciones. Y en efecto, ya tenemos otro tema de conversación en los corrillos y en los platós, pues la inesperada sustitución de inquilino en el palacio de la Moncloa ha eclipsado a cualquier otro tema de tertulia… al menos por unos días.
No obstante la efímera vida de las noticias, nadie podrá negarnos que la saga sobre la vertiginosa y sorprendente carrera universitaria de Cristina Cifuentes representa, junto a una pequeña sustracción en un supermercado por valor de 40 €, efectuada en 2011 y difundida ahora por los suyos como fuego amigo para forzarla a dimitir, el culebrón de más éxito en los últimos meses. Ni siquiera la posterior sentencia del caso Gürtel, que ha precipitado el fin del gobierno de Rajoy, se ha vivido con tanta emoción. A estas alturas poco queda por ser del dominio público; todo el mundo está al tanto de los procedimientos académicos, del funcionamiento de los tribunales examinadores, de la informatización de las notas, etc. Ha sido tan demoledora la reacción de las redes sociales que muchos otros cargos públicos se han apresurado a borrar de sus perfiles y biografías alguna carrera que no llegaron a terminar y más de un título añadido para adornar su currículo.
Por supuesto que mentir en el perfil profesional está mal, y que falsificar titulaciones oficiales está peor y encima es delito. Tampoco vamos a defender que quien no lo necesite para comer robe en grandes almacenes. Eso es evidente y en otros países provoca la dimisión inmediata de cualquier cargo oficial. Pero estamos hablando de España, donde estos mismos políticos (u otros muchos de sus mismos partidos) se han visto salpicados por casos de corrupción, tráfico de influencias o malversación de caudales públicos, sin que dichos escándalos hayan levantado la polvareda ocasionada por el máster falso y el pequeño hurto de la presidenta madrileña.
Otro aspecto, en el que tampoco nos hemos parado a reflexionar mucho, es el del excesivo valor social que le otorgamos a los diplomas universitarios en nuestros tiempos. Si en otras épocas eran los títulos nobiliarios lo que se citaba en las presentaciones, y hasta se mostraba en las fachadas de los palacios, hoy su lugar lo ocupan las titulaciones. Y no sólo en el campo profesional (donde estaría relativamente justificado) sino en la vida común y, mucho más todavía, en la política.
Esa adoración por los títulos universitarios la hemos vuelto a ver tras el nombramiento por Pedro Sánchez de sus once ministras y seis ministros. De nuevo los medios más afines a esta izquierda tan descafeinada y su leal opinión pública se han deshecho en elogios sobre la solvencia académica y el dominio de idiomas del flamante equipo socialistas. Muy pocos personajes, de los que tiene una opinión influyente, se han preguntado si es prudente que una ministra de Medio Ambiente haya facilitado en otra etapa el fiasco del poco ecológico proyecto Castor o si no tiene importancia que el nuevo ministro de Interior tenga un pasado reciente en el que ha defendido los CIE y negado casos de represión y tortura bastante evidentes.
Resulta curioso que las carreras pesen hoy día más que la experiencia, la honradez o la generosidad a la hora de proponer o votar a un candidato para cualquier cargo político. Pase que un responsable de finanzas necesite dominar las ciencias económicas o que en una consejería de sanidad vaya mejor un buen médico; pero de ahí a esa postración de hinojos ante los títulos universitarios va un abismo.
La verdadera sabiduría y la capacidad de trabajar por el bien común no las dan con un máster, por muy cotizados que estén los de Oxford o Harvard. Nuestra historia nos ofrece ejemplos muy prácticos, pues a pesar de que Federica Montseny o Joan Peiró (por poner sólo un par de ejemplos) no tuvieran las carreras hoy consideradas imprescindibles para ocupar los ministerios de Sanidad o Industria, lo cierto es que supieron rodearse de buenos equipos y lograr excelentes resultados en los pocos meses que permanecieron en los cargos. Y encima no se llevaron un duro.
Parece que esta titulitis aguda que nos aqueja como sociedad sin otros valores nos induce a condenar con más indignación el hecho de que nos mientan sobre las notas en los exámenes que la práctica generalizada de robarnos derechos, prestaciones sociales y dinero de nuestros impuestos.
Comentarios de un licenciado en doctrina Parda, abogado de secano y experto en digestiones pesadas.
Son las universidades de estos tiempos el peor lugar para para dar formación a la juventud que toma la decisión de formarse en estas mismas. Tanto las Universidades Estatales, como las católicas no cumplen con el espíritu fundacional de las mismas. En su origen el cometido de la Universidad estaba enfocado a la formación de los alumnos en las diferentes ramas del saber, a través de los estudios superiores y para aquellos estudiantes que pasaban una selección a través de la excelencia en los candidatos que desean optar a los mismos.
Para ser lingüista, gramático o geómetra no son ocupaciones a las que todo el mundo puede ser valido, es de necesidad la vocación y la capacidad de trabajo en dichas materias. Otra cosa muy distinta es que un joven, teniendo la suficiente capacidad no pueda acceder a dichas formaciones superiores por cuestiones económicas. Ese el único problema, no hay otro, adornar la cuestión con argumentos tramposos hasta el punto de utilizar la mentira da como resultado una situación de la Universidad que ha dejado de ser «Universitas», para transmutar en otra cosa. El desprestigio que esta tiene, tanto por culpa de la derecha cerril y caciquil de toda a vida, como por el «pecado Original» de una Izquierda extravagante, que ocupando espacios importantes en los centros de decisión universitarios, impregnan de ideología la esencia del saber y aprender…
Claro, así no es de extrañar que un fulano o una zotana se adjudique licenciaturas que no le corresponde. Pero esto pasa también en todos los ámbitos de la sociedad. Es a la mediocridad a quien se le rinde culto. Si un obrero queda cesante se crea el mismo un techo de acero (que no de cristal) y de paso le hecha la culpa al sistema. Claro que el sistema tiene mucha culpa, pero ni el sistema es tu padre, ni tú eres menor de edad. El sistema es desigual y se rige por la explotación de aquellos que le confían su tutela. La formación siempre es un deber y nunca un derecho, como afirma la izquierda descrismada y no es ético ni razonable el hablar de derechos omitiendo deberes. el sistema que es enormemente perverso, pero que no es tonto ni idiota lo sabe a la perfección, de ahí sus consecuencias. Si las estrategias de las infinitas izquierdas, lo pospone todo para después de la tan deseada y mesiánica revolución, vamos dados y trasquilados. ¿Quiénes serán los que pongan la economía en marcha, cómo se formaran los ingenieros, médicos, etc. Será la robótica, será esa pretendida Arcadia feliz la que tenga una solución globalizadora. ¡¡¡Eso es puro y duro idealismo!!! El hombre ha evolucionado siempre a través del esfuerzo y cuando no ha sido capaz de hacerlo, otros han venido y lo han desplazado, fagocitando culturas, lenguas y costumbres. Así que vamos bien con tanta Universitas corrompida y tantos titulitos ficticios. Así nos luce el pelo a unos y a otras, no se salva ni el «Tato»
Emili Justicia