Ruymán Rodríguez. Federación Anarquista de Gran Canaria
Solidaridad Obrera
Pequeña advertencia: si se quiere leer el artículo conservando su unidad narrativa recomiendo leer las notas al pie una vez concluida la lectura. Puede que parezca que un texto de estas características no requiere tal cantidad de notas, pero más allá de dar a conocer algunos nombres y circunstancias que muchas podemos ignorar, considero que si hablamos de los “riesgos de la militancia” es necesario trazar una línea temporal y demostrar que la militancia, desgraciadamente, siempre ha conllevado una importante porción de peligro: para la salud física y mental y para la propia vida. Averiguar qué porción de peligro es tolerable es algo que requiere una respuesta honesta por parte de todas. Y debemos dilucidarlo más temprano que tarde.
“Ofreced flores a los rebeldes caídos
con la mirada puesta hacia la aurora,
y al valiente que lucha y labora,
y a los proféticos poetas que mueren”
(Pietro Gori, Himno del 1º de Mayo, finales del s.XIX).
Cuando hablamos de los riesgos de la militancia todas entendemos que hablamos de represión, multas, juicios y encarcelamiento, pues este, desde luego, es su aspecto más conocido y evidente. Hasta hace bien poco también hemos incluido en el paquete las consecuencias psicológicas y anímicas: la depresión, el aislamiento, la carencia de cuidados. Pero yo mismo, hasta hace pocos meses, había ignorado por completo las consecuencias de la militancia en la salud física.
Desde muy joven había leído cómo Tomás González Morago (1) había muerto en la cárcel después de haber contraído cólera y cómo el cuerpo de Bakunin (2), aquejado de escorbuto, se había deformado a causa de sus años de encarcelamiento. Conocía igualmente el terrible estado en el que quedaron la mayoría de detenidos en el proceso de Montjuïc (3), los problemas de salud que desarrolló Fermín Salvochea (4) también a causa del encierro y la ceguera que terminó padeciendo Ricardo Flores Magón (5) por la misma causa. Pero todo estaba relacionado con el encarcelamiento y la tortura. Partiendo de las heridas de guerra que sufrían los ilegalistas en sus escaramuzas con la policía y también de las secuelas que provocaban los atentados del terrorismo empresarial y parapolicial (el cenetista Ángel Pestaña las arrastró hasta su muerte (6)), uno siempre piensa que nos jugamos la salud sólo en acontecimientos espectaculares. No se nos escapa que si nuestra actividad molesta a organismos demasiado poderosos nos pueden “desaparecer”, como ha pasado desde la época de Camillo Berneri (7) o la de Giuseppe Pinelli (8) hasta la trágica muerte de Santiago Maldonado (9). Sabemos que en determinadas manifestaciones también se puede poner en riesgo nuestra integridad por culpa de la violencia policial o incluso militar, como lo demostraban las manifestaciones de 1º de Mayo a finales de siglo XIX y principios de siglo XX (10), como ocurrió en la contracumbre de 2001 en Génova donde los carabineros asesinaron a Carlo Giuliani (11) o cómo ha pasado con las heridas y mutilaciones sufridas por algunos manifestantes en las protestas surgidas en los últimos 10 años en el Estado español, sobre todo a raíz del 15M (12). Pero todo en general está relacionado con la capacidad que tiene la maquinaria del Estado para aplastarnos. Son agresiones evidentes, en acontecimientos visibles y que desgraciadamente se han asimilado como una consecuencia posible de la protesta pública.
Lo que nunca pensé es que la actividad militante cotidiana, lejos de acontecimientos y eventos llamativos, dedicada a una labor rutinaria, discreta, pudiera poner en riesgo la salud del militante. No estaba preparado para ello y es tristemente una lección que he aprendido, como casi todo lo que he aprendido en esta vida, demasiado tarde.
Abrimos la primera vivienda abandonada cuando éramos adolescentes. Siempre que he participado en una expropiación de inmuebles ha sido respondiendo a lo que se conoce como “okupación famélica”. Cada vez que el inmueble que hemos socializado no se ha destinado posteriormente –por decisión de los habitantes– a servir de vivienda para cubrir necesidades reales, o a actividades sociales en el barrio, me he sentido decepcionado. Respeto a quienes prefieren okupar por otras motivaciones, pero esa, con una coyuntura laboral y social como la canaria, no es mi guerra. La urgencia de estas “okupaciones famélicas”, realizadas primero de forma esporádica e informal y más adelante de forma organizada y sistemática, nos obligaba a veces a meternos en los peores sitios posibles. Aunque luego fueran descartados, inicialmente no podíamos rechazar ningún inmueble que reuniera los requisitos mínimos: propiedad bancaria o estatal, abandono y posibilidad de rehabilitación. Eso nos llevó a algunas de nosotras a meter la nariz en inmuebles muy poco recomendables.
En Canarias una tendencia de la “okupación lúdica” es tomar posesión de aquellos inmuebles que están cerca de la playa o el centro. Nosotros, con una motivación muy distinta, okupabamos en barrios obreros del interior, en el campo, en zonas deprimidas donde suele ser obligatorio tejer complicidades con los vecinos (no siempre fue posible). Las precauciones tomadas a la hora de abrir una puerta se han ido incrementando según la hemos ido cagando, pero inicialmente entrabamos a tumba abierta. Aspirábamos mohos y polvo acumulado de décadas sin pensar en colocarnos siquiera una barata mascarilla de papel. Retirábamos planchas de uralita con una sonrisa estúpida en la cara. Cargábamos toneladas de escombros y chatarra pensando que éramos jóvenes y eternos. Llegábamos a casa, nos duchábamos y no nos alarmaba que durante tres días los clínex salieran negros después de sonarnos. Así durante casi 20 años. Cuando surgió la primera tos con sangre fue cuando entendimos todos los irreparables errores que habíamos cometido.
La mayoría entró y salió de la militancia durante períodos más o menos largos. Eso les salvó de no experimentar consecuencias más graves. Pero los inconscientes que no supimos parar, tomar aire, recuperarnos, hoy nos damos cuenta de algo que entonces se nos escapaba completamente: la militancia cotidiana, lejos de la represión y la violencia, también puede poner en riesgo nuestra vida.
HEMOS DESHUMANIZADO AL MILITANTE Y ESO ALLANA MUCHO EL CAMINO.
Un día te das cuenta de que te asfixias hasta con los esfuerzos más leves. Te cuesta horrores levantarte de la cama. Cada esfuerzo en el trabajo te produce mareos y accesos de tos. La tensión arterial se descompensa. Una mañana meas sangre y entonces decides ir al médico. Cuando el doctor te pregunta si eres fumador habitual, si has trabajado en la minería, fábricas con agentes tóxicos o similares y tú le contestas que nunca has fumado pero que llevas unos 20 años habilitando casas abandonadas, la cara del galeno te basta como explicación. Después llegan los neumólogos y demás especialistas, mil pruebas y dudas. Y entonces la enfermedad te saca a la fuerza de la vida activa, de la militancia, del trabajo, y ya no vuelves a sentirte joven.
Se lo niegas a los demás, pero estás tan metido en la militancia que en ese momento, en el que tu salud se está rompiendo como un cascarón, lo que más te preocupa es fallarle a esas personas cuyo desahucio estabas intentando parar, a aquella comunidad ocupada a la que ayudabas en sus primeros pasos por la autogestión, a aquella otra familia que había solicitado realojo. Después, porque ser pobre no implica ser bondadoso, hay quien te reprocha no estar al pie del cañón aunque te estés deshaciendo, no estar sacando más escombros aunque se te vayan los pulmones por la boca, no morir en la trinchera. Cuando notas esa falta de sensibilidad y empatía se te pasa la obsesión por la militancia. Lo cual es muy sano.
Pero hasta llegar a esa conclusión pasas por una etapa en la que asumes las demandas de las demás y las conviertes en autoexigencia. Todas conocemos los peligros de ser la cara visible de un colectivo o movimiento: liderazgos, estrellismos, culto a la personalidad, endiosamiento… Pero casi nada sabemos de lo que pasa cuando detrás de los rostros que hilvanan el discurso colectivo se esconde también la obligación no deseada de soportar el mayor peso de la actividad militante. Cuando la persona que creemos “líder” es en realidad una explotada, por otras y por sí misma, el personaje que nos hemos inventado sepulta a la persona. Es un nombre y un bagaje; su cuerpo y su sensibilidad poco nos importan. Él o ella podrán con todo, como siempre. Romperse no es una opción. ¿Y si nos equivocamos? No importa porque hemos deshumanizado al militante y eso allana mucho el camino. Es un objeto, una máquina, un medio y no un fin en sí mismo. Se buscan repuestos en el taller, o se mandan a pedir a Alemania, como con los coches, y el engranaje sigue girando. A eso hemos llegado en determinados ambientes militantes.
Veteranos y recién llegados se contagian de la misma dinámica. Pero hay excepciones. Si bien la gente que recurre a los colectivos sociales como si se trataran de los Servicios Sociales de un ayuntamiento no admiten la enfermedad del militante, al que tienen por un funcionario no remunerado, hay personas que poco o muy poco se han vinculado con los movimientos políticos y que sin embargo están dispuestas a sangrar contigo. Quizás sólo las has asesorado una vez puntual y ese consejo ya les vale para preocuparse por ti y tus costuras. Quizás sólo han colaborado contigo en detener un único desahucio, pero aún ven la vida con lentes limpias y creen que eso del apoyo mutuo es mucho más que marketing anarquista. Otros, insensibilizados por el tiempo, ideologizados y perfectamente formados, se han acostumbrado a mirar tus cicatrices y ya no se sobresaltan si aparecen otras nuevas, por graves que sean.
Pero la falta de gratitud, sensibilidad, compasión o compañerismo es algo a lo que tristemente te acostumbras. De pequeño me impresionaba la normalidad con la que muchos ancianos normalizaban la muerte. Pero cuando crecí lo entendí. El proceso tan doloroso de perder a alguien les afectó mucho en su momento, seguro. Pero con 80 ó 90 años han visto desaparecer a tantos y tan cercanos que muchos de ellos ya no pueden seguir experimentando con tanta intensidad algo natural a lo que se han acostumbrado y que cada vez ven con más proximidad. La decepción militante es parecida, al menor para mí. Duele al principio, pero después te acostumbras de tal manera que ya ni la sientes. No sé si es un síntoma de madurez o si es bueno o malo acostumbrarse a la falta de empatía colectiva. Lo que sé es que no quiero ser yo el que deje de sentir empatía hacia las demás. A eso no quiero acostumbrarme. El día que no sentimos nada ante el dolor del otro debemos entender que la lucha social no es nuestro espacio.
Pero descubrir que estás enferma conlleva más cosas. Te das cuenta que durante mucho tiempo vas a estar parada, atada a un escritorio si quieres hacer algo similar a militar. Y cuando nunca has considerado el trabajo teórico como una verdadera actividad militante esta perspectiva se vuelve dolorosa. Habrá quien se considere así mismo un pensador y eso no le afecte. Pero cuando eres una militante, una persona de acción, limitarte a divagar es una triste restricción que se afronta con dificultad. Cuando no es la policía, ni un juez, ni siquiera el desánimo, el que te saca de la militancia, si no que son tus propias irresponsabilidades, la imperfecta estructura de tu pobre cuerpo, no sabes cómo reaccionar más allá de culparte a ti misma. Y hay muy pocos referentes, públicamente expresados al menos, como para no sentirte una excepción aislada.
Parece que no nos gusta afrontar el dolor, las consecuencias de nuestros actos. Todo lo que suena a eso lo relacionamos con la estúpida retórica de autoayuda o terapias grupales. Nos gusta repetir que “lo personal es político”, pero cuando la política rompe a la persona nos limitamos a mirar para otro lado. Nunca he entendido cómo nos puede importar tanto el mundo en abstracto cuando despreciamos el bienestar de lo individuos concretos que lo componen. Y nadie habla de caer en un yoísmo inmovilizador, de imitar a esos grupos New Age que cantaban el Cumbayá mientras se daban un abrazo colectivo. Hablo de dejar de lado la jodida pose del artificial militante terminator, con naranjero y cuchillo entre los dientes, y hablar en alto de los propios límites, de los propios fracasos, lejos del culto a la derrota y la mítica del perdedor, pero también de asquerosos triunfalismos que nos hacen sentirnos inútiles cuando nos reconocemos rompibles.
He leído pequeños fragmentos de Emma Goldman (13), Alexander Berkman (14), Anselmo Lorenzo (15), y muchos otros, dónde hablan de sus sufrimientos y decepciones. Pero nunca se ha popularizado ni digerido como una reacción sana y de la que se puede aprender. Casi todo lo que sabemos de los clásicos nos llega filtrado por una verdadera mistificación mitómana que prácticamente nos los presenta como dioses laicos y no como humanos vulnerables. Podemos saber que Louise Michel (16) y Errico Malatesta (17) sobrevivieron a respectivos atentados y fantasear con que lo hicieron como si nada, pero difícilmente conoceremos que William Godwin (18) moderó sus opiniones por miedo a la represión gubernamental o que Sante Caserio (19) lloraba al pensar en su familia. Sabemos que Durruti (20) atracaba bancos y fregaba los platos, que participó en las jornadas del 19 de julio recién operado de una hernia, pero no que Gaspar Sentiñón (21) no quiso saber más del anarquismo después de haber pasado por la cárcel. Conocemos al Néstor Makhno (22) que impulsó un movimiento revolucionario de masas en Ucrania, pero mucho menos al eterno convaleciente de mil heridas de guerra que malvivía en París y que se fue plegando ante el alcoholismo. Seguro que conocemos al Alexander Berkman del ABC del Comunismo Libertario (1929) y quizás al que disparó al empresario Frick, pero no al que vagabundeaba por las calles de París, sin conseguir vender su guión sobre la makhnovschina, y que acabaría descerrajándose un tiro en la cabeza para no suponer una carga a sus amigos. Conocemos al Ravachol (23) altivo y dinamitero, no al que proclamaba que lamentaba cada víctima inocente que pudiera haber provocado. Esta mitología, que representa casi un santoral ácrata, solo genera complejo y frustración entre la gente que sólo ve la heroicidad que le muestran y no los humores, el llanto y las tripas. Hay literatura de derrota para derrotados, hay literatura heroica para groupies de la fuerza, pero no hay literatura honesta para gente imperfecta.
MILITAR IMPLICA LA INTERACTUACIÓN REAL, PARA TRANSFORMAR LAS CONDICIONES DE VIDA DE SERES VIVOS SENSIBLES REALES, EN UN MUNDO REAL Y CONCRETO. COBRAR POR ELLO IMPLICA LA ENAJENACIÓN DEL PROPIO ACTO.
Por ejemplo, siempre me impactó –lejos de las tonterías lombrosianas– la relación entre militancia y enfermedades mentales o tendencias suicidas. No conozco ningún estudio histórico completo sobre ello, pero sí conozco los casos concretos de mi principal campo de estudio: el anarquismo. Por ejemplo, el emblemático caso de Carlo Cafiero (24), muerto en un psiquiátrico mientras luchaba por no acaparar el aire o la luz solar que pensaba arrebatarle “egoístamente” al resto del mundo. También podríamos recordar a Luigi Lucheni (25), Jeane Morand (26), Germaine Berton (27) o Torres Escartín (28) como otros ejemplos. Sobre suicidios podríamos hablar de actos desesperados y provocados por la miseria o el encierro como el ya mencionado de Alexander Berkman o el de Martí Borràs (29) y de otros fríamente razonados como el de Zo d’Axa (30) o Marius Jacob (31). Imagino que los casos relacionados con enfermedades físicas deberían como mínimo igualar estas cifras, pero no parece posible hacer una semblanza similar. Ambos fenómenos carecen de una reconocida bibliografía específica, pero la curiosidad me ha permitido al menos desarrollar un relato bastante particular en relación a la enfermedad mental; con las secuelas físicas, excluyendo la represión o los tiroteos, no me ha sido posible hacer lo mismo. Parece que la actividad militante, como posible generadora de patologías físicas, es algo que se ignora, o que se asume y normaliza como parte de la propia vida.
Esto me ha llevado a reflexionar. Entendemos la enfermedad mental como una “anomalía” digna de reseñar (aunque desgraciadamente muchas veces se hace con fines morbosos). No nos paramos a pensar en lo alarmante de esta relación entre militancia y trastornos psíquicos, ni qué clase de espacios estamos desarrollando para que una cosa y otra converjan con tanta frecuencia. Cierto que muchas de estas dolencias referenciadas están relacionadas con situaciones represivas de encierro o con elementos ambientales y sociales que parecen ajenos a la militancia, pero muchas otras se han originado previamente, ante la falta de comprensión y apoyo del entorno más cercano. Y no podemos obviar que el hábitat militante forma parte, guste o no, del ambiente inmediato. Es tanto el estrés, el enjuiciamiento colectivo, la falta de seguridad y calor, que es raro pasar por la militancia sin acarrear aunque sea con una pequeña dosis de depresión. La supuesta “anomalía” es en realidad algo bastante común y cotidiano, aunque se silencie o se oculte en el armario. Nos hemos acostumbrado a sufrir y a provocar sufrimiento, y no es raro que esto lo sintomatice nuestra mente.
En el plano físico nos nos paramos a pensar en lo frágil que es este conjunto de músculos, huesos, órganos y tendones que nos componen. Enfermar y morir es connatural. Preocuparnos es inútil, y se debe de asumir siguiendo la máxima epicúrea que podemos parafrasear así: mientras la muerte es, nosotros no somos y mientras nosotros somos, la muerte no es. Pero nada de eso cambia la gravedad, por lo innecesario, de que sea la militancia la que socave nuestra salud y que permanezcamos insensibles a ello. Que militar sea algo seguro es un imposible, pero que a los riesgos de la represión y la violencia sistémica se le sume el desgaste físico de una actividad agotadora, sin amparo, sin red de apoyo y cuidados, sin un mínimo de soporte cuando ya no podemos más, sí es y debe ser responsabilidad nuestra. Podemos jugarnos la vida en enfrentamiento singular con el Estado, pero jugárnosla por la autosobreexplotación, por la falta de sensibilidad colectiva, por la extenuación crónica, por la destrucción de nuestro propio físico, no debería entrar en nuestros planes. En el primer caso, aunque sea un acontecimiento indeseable, el enemigo está claro; en el segundo es tan difuso que nosotros mismos podemos convertirnos en nuestro propio enemigo y también podemos hacer lo propio con quienes nos rodean.
¿Qué hacer entonces? Para empezar espero que nadie entienda este texto como una forma de apoyar esa tendencia que intenta que la militancia se convierta en una actividad económicamente remunerada. Con todos los respetos, creo que esta concepción nace de quienes entienden la militancia como una actividad contemplativa, pasiva, abstracta, reducida a generar teoría, a escribir y a charlar. Pienso, por el contrario, que lo que yo mismo estoy haciendo escribiendo estas letras no es militar para nada. Como mucho estoy reflexionando sobre la militancia, pero no militando. Cuando la militancia se limita a escribir un libro o dar conferencias quizás una puede pensar que debe ser retribuida por ello. Allá cada cual si tiene suerte y encuentra a quien le pague por algo así. Pero cuando la militancia consiste en parar desahucios, hacer piquetes o ayudar a realojar a familias sin recursos, ¿se puede pensar seriamente en que eso es retribuible sin caer en cierto grado de corrupción? ¿Se le puede cobrar a una familia o a un trabajador 10 euros la hora de piquete? ¿Qué tarifa le ponemos a colaborar en un realojo? ¿A cuánto cobramos el pinchazo de luz: como Endesa o como Iberdrola? Militar implica la interactuación real, para transformar las condiciones de vida de seres vivos sensibles reales, en un mundo real y concreto. Cobrar por ello implica la enajenación del propio acto.
Por otra parte, creer que cobrar hace más tolerable el sufrimiento militante es una concepción propia de las sociedades capitalistas donde tanto el trabajo como el dolor pueden ser mercancía. Podemos exigir una indemnización ante la muerte de un ser querido o por haber sufrido una agresión. Lo podemos hacer sabiendo que es un angustioso intento de minimizar el daño, de usar las perversas reglas del juego mercantilista para obtener un escaso beneficio que nunca será equivalente a nuestra pérdida. Es lícito y necesario. Pero sería muy ingenuo considerar que verdaderamente la vida, la integridad física o emocional, pueden ser compensadas, compradas o pagadas si se pierden.
Lo único que se me ocurre que podemos hacer es no renunciar a la honestidad. Con nosotras y con las demás. Debemos aprender a decir en alto, a decirnos a nosotras mismas, que no podemos más. El “no”, el “por aquí no paso”, el “basta”, deben ser reconocidas como palabras legítimas que acaben con una situación antes de que sea irreversible. Debemos aprender a decir públicamente que tenemos miedo, que estamos rozando el punto de quiebre, el límite, la frontera sin retorno. No debemos regodearnos con el dolor y la autocompasión, eso generaría un movimiento de víctimas. Pero sí hemos de afrontar las decepciones y fracasos cotidianos con serena naturalidad, compartiendo lo errores para que sirvan de advertencia a otras. Personalmente, he aprendido más de los autores que nos han contado los problemas que sufrieron en acontecimientos revolucionarios, desde Ucrania en 1918 al Estado español en 1936, que de los que nos han vendido un paraíso sin contradicciones donde las masas marchaban perfectamente organizadas como la maquinaria de un reloj suizo.
Aunque lo empírico también tiene sus límites. Ciertamente, es imprescindible analizar las meteduras de pata y diseñar estrategia en base a ellas, tanto como en relación a los pequeños éxitos. Pero ojalá aprender de los propios errores fuera tan fácil como parece. Después de mi intervención en la primera gran comunidad autogestionada de la isla me dije que jamás iba a volver a repetir una experiencia así: por el volumen de trabajo, por su dureza, porque casi me cuesta la vida. Desde que me prometí eso he ayudado a crear seis comunidades más: algunas han sido un fracaso total, rotundo y brutal, y otras un ejemplo de autonomía en el siglo XXI. La experiencia me ayudó a no repetir muchos errores, pero no me sirvió demasiado ante situaciones nuevas que requerían capacidad de improvisación, ni cuando desconectaba todas mis alarmas en pos de “la causa” y seguía hacia delante intuyendo el batacazo. La voluntad es tozuda, y debemos aprender a que sea nuestro motor pero no nuestra única brújula, porque la voluntad puede ser más fuerte que nuestro cuerpo y seguir intacta mientras la materia se hace añicos. Las voluntaristas hemos de aprender esta lección mientras aún permanezcamos enteras.
Hemos de tomar, por tanto, todas las precauciones posibles cuando abordemos cualquier acción militante. Lo poco que tengamos invertirlo en la infraestructura necesaria para garantizar nuestra seguridad. La ley apesta, pero tened siempre preparada para socorrer a vuestras hermanas la ayuda necesaria para que no se vean desasistidas ante un proceso penal. Aunque no queráis saber nada de abogados (yo nunca quise hasta que la actividad pública hizo imposible la estrategia del anonimato): formaos, aprended todo lo necesario para saber cómo actuar ante una detención y nunca dejéis a una hermana sola cuando está detenida o siendo juzgada. No entréis en una vivienda abandonada sin tener una idea aproximada, lo más fidedigna posible, de lo que os vais a encontrar dentro. Tomad todas las precauciones posibles, en máscaras, en guantes, en todo lo que os proteja y evitad que una imprudencia os pase factura después de veinte años.
Esto no es un ejercicio de derrotismo; es responsabilidad. Hablamos siempre de lo bueno que sería que se reprodujera el ejemplo de la FAGC y su anarquismo de barrio por el resto del Estado, y no puede pensarse eso sin alertar primero a las compañeras de sus riesgos. Trabajar en el barrio, con la gente a la que nadie se acerca, es necesario, imperativo, pero no es gratificante ni seguro. El barrio se cobra su cuota de sangre y tarde o temprano te la hará pagar. Es un trabajo duro donde ves el resultado de toda la ingeniería social desarrollada desde hace años en su más básica y pura expresión. La gente ha sido machacada y condicionada para odiarse y para sacar tajada, y eso no se cambia con techo, luz, agua y comida. La pedagogía es limitada y genera desconfianza cuando no precede de un curro constante, eficaz y muy poco agradecido. La propaganda por el hecho es la base, y consiste en currar mucho para que quizás sólo cale un único mensaje en una única persona. Vale la pena dar el salto, pero primero busca un buen paracaídas.
Puede que esto a gran parte de la militancia le suene a arameo. Recuerdo cuando di una charla en Zaragoza (muy enriquecedora para mí) con el tema de “Cruzar el Rubicón” (32) y una compañera, muy inteligentemente, me comentó que lo que yo explicaba era interesante, pero que en el contexto de su zona parecía “ciencia ficción”, porque el problema allí no era de sobreexposición por la militancia sino de quietismo y abulia. Tenía razón. Sin embargo, aunque mi mensaje no sea entendido por la gran mayoría, es necesario elaborarlo aunque sea para la minoría que se plantea por primera vez saltar un muro sin mirar antes qué hay al otro lado. Sé que es necesario porque ojalá alguien me lo hubiera dicho a mí, o mejor dicho, ojalá hubiera escuchado a las pocas personas que trataron de advertirme. Una necesita aprender de sus propios errores y no de los ajenos, pero cuando las advertencias sólo vienen de la inteligencia y el afecto uno tiende a desconfiar de los que hablan sobre lo que no han vivido. Yo no hablo desde la cercanía, porque no te conozco, ni desde una excelencia intelectual que ni busco ni poseo; hablo desde la dura y áspera experiencia. La tuya puede ser distinta y mejor, seguro, pero si empiezas a ver que la cosa se tuerce, que no puedes más, no te recomiendo que te rindas a la primera, pero sí que busques otras alternativas que no impliquen tu inmolación. Y si llega el momento de tirar la toalla, deja atrás los remordimientos, la culpa y los reproches. Para, respira, tómate un tiempo para sanar, para recuperarte, para lamer tus heridas y busca apoyo. Y si no lo encuentras es que quizás la guerra revolucionaria que creías librar era sólo la acción solitaria de un francotirador. Replantéate tus prioridades, tu lugar en la militancia y después, con la cabeza llena de ideas nuevas y los pulmones cargados de aire limpio, vuelve a la carga. Más fuerte, mejor armada, más solidaria, más independiente y más sabía. Vuelve, con una nueva piel más resistente, pero que también, recuérdalo siempre, puede desgarrarse.