La Veranda de Rafa Rius
Todo grupo de afinidad tiene su ortodoxia y sus ortodoxos. Todo colectivo conserva en su seno personas convencidas de estar en posesión de alguna suerte de verdad revelada. Temerosas de que la menor duda acerca de sus creencias pueda llevarlas al desastre y el caos, defienden en toda ocasión y ante quien sea la veracidad incorruptible de sus dogmas. Por supuesto, también existen la ortodoxia dentro del movimiento libertario, aquel que por definición más alejado debería estar de todo tipo de dogmas, al incluir entre sus planteamientos de partida la continua revisión de sus supuestos y la puesta en cuestión de sus convicciones que, como toda obra humana, se han dado en el tiempo y en el tiempo deben ser sometidas a reflexión y crítica. Además, hay un problema añadido en el hecho de que las personas más convencidas de una verdad única y suya, son también las que están incuestionablemente seguras de que la posesión de una mente abierta es uno de sus dones más preciados, lo cual imposibilita cualquier clase de diálogo que no derive en monólogo.
Cuando alguien inicia una conversación sobre un determinado tema con la consabida frase: “yo eso lo tengo claro”, las personas llenas de dudas que sólo contamos con pocas certezas y aún así, efímeras y permanentemente cuestionables, tenemos poco que debatir. Las certezas indudables impiden cualquier forma de aproximación y convierten a sus poseedores en una especie de frontón en el que rebotan todos aquellos argumentos que no estén dentro de su círculo cerrado de verdades. Por más que nos esforcemos en hacer nuestros planteamientos inteligibles y abiertos a cualquier tipo de cuestionamientos presentados de forma razonable, es un esfuerzo vano cuando el receptor ya tiene a priori decidido su punto de vista al respecto. Si caemos en la trampa de intentar de nuevo el diálogo, ignorando las experiencias previas y llevados por una incomprensible e ingenua buena voluntad, sólo cosechamos miradas de suficiencia y comentarios condescendientes de alguien que se compadece del error ajeno y no entiende como somos incapaces de aceptar la evidencia de la verdad incontestable de sus axiomas.
Habituales poseedores de un exacerbado complejo de inferioridad convenientemente sublimado, se dedican a repartir certezas a diestro y siniestro como quien reparte cacahuetes. No importa que su grado de ignorancia acerca de lo que estén hablando resulte enciclopédico: ellos pontifican sobre lo que sea con un nivel de convencimiento situado muy por encima de cualquier género de duda. Abortan cualquier tipo de disensión, son capaces de reventar cualquier coloquio al no admitir ninguna opinión que no coincida con la suya, sólo aceptan la aquiescencia y la devoción acrítica a sus planteamientos. Resultan letales para cualquier colectivo por la cizaña que reparten generosamente en cuanto sus opiniones no son reverenciadas sin discusión.
Con los ortodoxos a ultranza no sirve de nada contemporizar porque es un virus que acaba destruyendo el organismo que lo alberga. La única solución parcial es el ostracismo porque el enfrentamiento es inútil: son inasequibles al desaliento y jamás van a alterar ni un ápice su postura.
Y entretanto, ¿Qué nos queda? Pues vivir en la heterodoxia, seguir navegando en el mar de la incertidumbre y acumulando certezas transitorias que el tiempo acabará devorando como Cronos nos devora a nosotros, hijos del tiempo y de la duda.
No hay mejor verdad revelada que el ser dueño absoluto de tu propia vida y en las relaciones personales hacia gentes afines, es el tener el control de la espita que regula dicha relación, es decir, el tener la necesaria voluntad para decir un sí o uno rotundo y sin posibilidad de coacción externa aún corriendo el riesgo de equivocarse. ¿Puede haber mejor ortodoxia que esa…?
El Emilí
No hay mejor verdad revelada que el ser dueño absoluto de tu propia vida y en las relaciones personales hacia gentes afines, es el tener el control de la espita que regula dicha relación, es decir, el tener la necesaria voluntad para decir un sí o un no rotundo y sin posibilidad de coacción externa aún corriendo el riesgo de equivocarse. ¿Puede haber mejor ortodoxia que esa…?
El Emilí