El dedo en el ojo. Félix García Moriyón
Llevamos ya tiempo discutiendo sobre la forma de vestir de las mujeres musulmanas; más en concreto, sobre la ropa que llevan algunas mujeres en algunas zonas donde domina el islamismo. Más concreto: sobre la ropa, cuya función básica es ocultar gran parte del cuerpo de la mujer. Incluso, hechas ya estas primeras precisiones que acotan mucho el tema de reflexión, debemos recordar que, bajo un principio general vinculado a una cierta concepción del pudor y de la sexualidad femenina basada en una interpretación del islam, hay muchas variantes en la práctica, cada una en una zonas geográficas determinadas: no es lo mismo el hiyab que el burka, el nicab o el chador.
En estos momentos la discusión se centra en una ropa todavía más concreta: un modelo de bañador, del que ya existían bastantes variantes, para que las mujeres que comparten esa interpretación del Islam puedan acudir a las playas o piscinas públicas sin sentirse culpables por incumplir las normas coránicas. Por el momento, y en el caso de Francia, parece que el asunto ha quedado zanjado: el órgano que decide en última instancia al respeto a los derechos personales ha dictaminado que la prohibición de ese bañador atenta contra la libertad personal y solo se fundamenta en motivos políticos que no son admisibles. Eso no quita que la polémica siga abierta.
Dicho lo anterior, no es mi intención intervenir en esa confrontación en la que están presentes en mayor o menor grado muchos temores, fobias y prejuicios que tienen profundo arraigo y son estimulados por personajes públicos con intereses más que discutibles. Lo que me interesa es ahondar un poco más en las dificultades que con frecuencia están presentes en las relaciones que mantenemos con nuestro propio cuerpo y con el cuerpo de los demás. No es de extrañar esa dificultad, puesto que el cuerpo no es algo que tenemos, no es parte de nosotros y mucho menos es una propiedad que podamos registrar en la correspondiente oficina administrativa, y sobre la que tengamos plena posibilidad de decisión.
Somos cuerpo, el cuerpo configura nuestra identidad y, en la medida en que la identidad personal exige un proceso de reflexión consciente y de subjetivación para poder llegar a ser nosotros mismos, debemos hacernos cargo de esa realidad. Eso no siempre es muy sencillo, puesto que con cierta frecuencia percibimos que el cuerpo que somos impone unas restricciones que limitan nuestras aspiraciones de realización personal, lo que nos lleva a dedicar un tiempo grande a encargarnos de su cuidado y mejora.
En general, cuidamos nuestra imagen corporal pues es de algún modo nuestra carta de presentación, lo primero que ven los otros de nosotros mismos y a partir de lo cual se hacen una idea de quienes somos que luego no siempre es fácil cambiar. Pero hay casos en los que ese cuidado del cuerpo exige una dedicación específica: los deportistas entrenan duro para mejorar su rendimiento; la gente invierte mucho dinero en mejorar su aspecto estético; las dietas y los programas de control del peso tienen una presencia enorme en nuestra sociedad. Es más, en algunos casos lo percibimos como una carga, dado el nivel de dificultades que supone para nuestra vida cotidiana, algo muy claro en personas que sufren una notable discapacidad motórica, por ejemplo.
Tan importante es eso, que no debe extrañarnos que derive hacia técnicas de control sobre los cuerpos, sobre el propio guiados por nuestros propios proyectos personales, y sobre los cuerpos de los demás, imponiendo normas restrictivas en algunos casos, como el uso el “burkini”, o generando procesos de exclusión social, como sucede en imposiciones estéticas y, mucho más grave, en exclusiones de quienes poseen un color de piel diferente, son albinos o padecen una discapacidad o una enfermedad que afecta a su cuerpo.
El caso del “burkini” es un ejemplo especialmente sangrante puesto que es una variante del control del cuerpo aplicado a mujeres, que ha ejercido en muchísimas ocasiones un papel importante en la opresión y sometimiento en sociedades controladas por los hombres. No es el único ejemplo; los hay igualmente graves, como se ha visto en las últimas olimpiadas, cuando los medios de comunicación destacaba cuáles eran las deportistas más “sexis”, o cuando se destacaba la foto de dos jugadoras egipcias de voleyplaya jugando con un atuendo parecido al “burkini”, en fuerte contraste con el modo de vestir habitual de las jugadoras de ese deporte.
Si nos fijamos en este último aspecto, dependiendo de la sensibilidad cultural de cada colectivo, unos verán imposición y control en el vestido de las jugadoras egipcias y otros lo verán en el vestido del resto de las jugadoras. No hace mucho, la federación internacional de baloncesto intentó imponer un uniforme preciso a las mujeres, algo que no hacía con los hombres, y les imponía con precisión la parte del cuerpo que podían ocultar, exigiendo además ropa bien ceñida. Afortunadamente la rebelión de las jugadoras dio al traste con tamaño despropósito.
En todos estos casos hacemos frente a un proceso de control de los cuerpos que se traduce en clara opresión de las personas, aquí del colectivo de las mujeres sometido a opresiones específicas muy duras en prácticamente todas las sociedades. En una versión contemporánea de la tragedia de Antígona, las mujeres se ven sometidas a una doble tarea de control: por un lado las de su propio grupo de pertenencia, que, partiendo de restrictivas visiones del cuerpo, les imponen la ocultación del mismo; por otro lado, las del país en el que habitan que les impide vestir de determinada manera.
Ambas prohibiciones, claro está, se hacen oficialmente por el bien de las mujeres, pero en ambos casos se les deja muy poco margen o ninguno de decisión libre de lo que desean hacer consigo mismas, es decir, con su cuerpo. Con ellas realmente no se cuenta. Y claro está, en el fondo está presente esa difícil relación con el cuerpo, un aspecto de la difícil relación con nosotros mismos.