La Veranda de Rafa Rius
Ciertos políticos dan la sensación de que han descubierto ahora algo que ya sabíamos -por supuesto, ellos también- desde hace tiempo; a saber, que la mentira pública y publicada, por descarada que sea, no sólo no paga réditos electorales sino que las más de las veces mejora notablemente los resultados. Una vez logrados sus propósitos y tras el consabido “Donde dije digo, digo Diego”, las justificaciones habituales suelen ser tan tópicas como carentes de imaginación –no la necesitan. “- Mis palabras han sido malinterpretadas y tergiversadas, han sido sacadas de contexto…”, etc.
Las videotecas, fonotecas o hemerotecas adquieren gran importancia al respecto, pero en la dirección opuesta a la que algunos espíritus ingenuos pensarían. Cuantas más evidencias aparecen en los medios de los “supuestos” desaguisados, más se refuerza su milagrosa trasmutación de culpables a víctimas y más aumentan sus perspectivas electorales.
Podemos encontrar ejemplos de todos los colores. Los hay que sostienen su engaño hasta después del plebiscito, cuando tanto el resultado como sus patrañas son irremediables. El caso más cercano en el tiempo es el de Nigel Farage, uno de los líderes xenófobos del BREXIT, que aseguraba en plena campaña que los fondos que el Reino Unido ahorraría de su aportación a la Unión (¿?) Europea serían destinados a inversiones en la sanidad pública británica. Tras la apretada victoria de los secesionistas, en su primera entrevista se desdijo alegando las excusas de costumbre, sin importarle que el triunfo de sus tesis estuviera sustentado en las más burdas falsedades y que sus declaraciones previas circularan abundantes por las redes. Días después anunciaba su retiro de la política, tras haber conseguido sus objetivos, sin importar cómo. También los hay que prefieren no esperar a las elecciones, por si acaso, como nuestro inefable ministro en funciones Fernández que se travistió de reo en víctima inocente tras ser pillado in fraganti utilizando los mecanismos del Estado en su lucha partidista contra sus enemigos políticos. Su despreciable actuación, junto a los muchos otros escándalos de su partido, consiguió 14 actas de diputado más que en los anteriores comicios. Al parecer, tampoco importa cómo.
Cuando a principios del S. XVII Gracián formulaba su famosa sentencia «Todo lo dora un buen fin, aunque lo desmientan los desaciertos de los medios» no podía suponer que cuatro siglos después continuaría en plena vigencia. Dado que la racionalidad es un factor en horas bajas a la hora de depositar el voto y que los elementos de origen visceral (patriotismo, miedo, xenofobia…) triunfan por doquier en las urnas, los políticos no tienen ningún interés en dotar a su discurso de la menor apariencia de verosimilitud. En una economía política de mercado, si la verdad no vende, ¿Por qué hemos de prestarle atención?
En estos momentos, el paradigma global de esta situación sería el candidato estadounidense republicano Donald Trump. Sus adversarios políticos se obstinan en recopilar un florilegio de sus burradas, incoherencias y mentiras difundidas a través de los medios. Vano esfuerzo. Emigrantes que apoyan a quien los quiere echar del país, mujeres, minorías raciales, LGTBQ, precarios que valoran la condición de multimillonario del candidato y le compran su discurso embustero del “sueño americano”…
La razón tiene sus carencias, sus limitaciones, sus contradicciones… Pero cuando nos abandonamos al irresistible encanto de la mentira y actuamos bajo el dictado de lo que determinan nuestras vísceras, la catástrofe social está asegurada.