El dedo en el ojo de Félix García Moriyón
Estamos en un tiempo sin duda conflictivo, con profundas transformaciones que afectan a las condiciones de vida de muchas personas. Hay problemas de mayor o menor calado, que van desde la escasez de agua potable al calentamiento global, desde la reestructuración del orden político y económico internacional hasta las tensiones internas en muchos países, desde la aparición de nuevas tecnologías que abren posibilidades muy novedosas hasta la persistencia de enfermedades endémicas y hambrunas…
Perplejos andamos todos, buscando soluciones para problemas que, en parte, son muy novedosos y, en parte, son los problemas de siempre: el deseo de todos los seres humanos de alcanzar una vida digna, aprovechando los recursos disponibles y superando las dificultades que plantea conseguir un justo reparto que beneficie a todos de manera equitativa. Desde la perplejidad es tiempo de actuar, lo que exige tener en cuenta algunas cuestiones previas. Es la primera de ellas la necesidad de mantener viva la esperanza y la confianza en la posibilidad de intervenir en sentido positivo, es decir, ir resolviendo problemas. El optimismo y la alegría son condición necesaria, aunque no suficiente, de la acción humana; el pesimismo y la tristeza nos llevan a la parálisis y, por tanto, al agravamiento sin fin de los problemas. Para esto es necesario vencer el miedo, en primer lugar el miedo al propio cambio conflictivo que debemos afrontar, pero sobre todo los miedos inducidos.
Especialmente peligrosos son estos últimos. Es una recurso clásico de quienes están en el poder para, siguiendo lo que Klein llamaba la doctrina del shock, provocar tal estado de ansiedad que la gente esté dispuesta a admitir cualquier medida, por nociva que pueda ser. Miedo infunden las élites cuando auguran un hundimiento irremediable de los servicios públicos considerando que son insostenibles, o cuando apelan a los informes de los expertos para decir que no hay otra salida que la que ellos proponen, que debemos aceptar supuestas leyes fatales de la economía y la sociedad. Nos hacen creer que nos acecha un destino inevitable y que la única manera de aminorar los daños es permanecer inmóviles, aguantar el chaparrón sin queja ni protesta.
Menos peligrosos son los miedos provocados por quienes nos auguran que vamos hacia la catástrofe total, que las sociedades humanas están a punto de pasar un límite que provocará que unos daños irreparables, siendo necesario que el sistema dé un vuelco radical que lo ponga todo del revés. Es sin duda fundamental denunciar los males del sistema, pero el catastrofismo puede provocar también la parálisis de amplias capas de la población que no verán salida y se refugiarán en una frágil y líquida cotidianidad disfrutando de lo poco que haya mientras dure.
Existen por otra parte grupos diferentes, con intereses distintos, que se esfuerzan por lograr que su específico o local punto de vista, sus intereses concretos amenazados por el rápido y conflictivo proceso de cambio, logren un satisfactorio reconocimiento. De todos los grupos existentes, adquiere especial importancia el grupo formado por las élites que ocupan las posiciones de poder en la economía, la vida social, la cultura o la política. No es un grupo compacto y homogéneo, sino algo fragmentados en grupos de menor extensión separados por fronteras mal definidas, lo que les confiere cierta flexibilidad compatible con una fuerte cohesión global. No se puede decir que conspiren para imponer sus intereses, pero desde luego tienen foros específicos, algunos públicos, otros semipúblicos y muy posiblemente otros que se mantienen en la sombra, lo que les permite discutir sobre las estrategias más adecuadas para afrontar los conflictos sociales en posición favorable.
Tienen a su favor unos cuantos triunfos, que les convierten en jugadores de ventaja. De todos ellos, considero fundamentales tres: no son muchos, lo que hace que puedan ponerse de acuerdo con facilidad; tienen un objetivo claro, garantizar una específica configuración del actual modelo que les permite apropiarse de un exceso de riqueza; disponen del poder, tanto en su dimensión simbólica (medios de comunicación, estructuras políticas y judiciales) como en el ámbito específico del uso de la violencia (fuerzas de seguridad). La correlación de fuerzas, por tanto, les resulta en estos momentos extremadamente favorable y eso es lo que les da esa confianza en su propia capacidad y les permite avanzar en políticas claramente lesivas para la mayoría de la población.
Poco hay para hacerles frente con ciertas posibilidades. Los partidos políticos han perdido poder fáctico y solo lo tienen en la medida en que se pliegan a los intereses de esas élites a las que muchos de sus dirigentes pertenecen o esperan pertenecer al abandonar la vida pública. Los grandes sindicatos ha perdido completamente la capacidad de lucha, tras décadas dedicados a negociar; además sus dirigentes mantiene relaciones excesivamente cordiales con sus supuestos enemigos y no es raro ver ciertos trasvases desde el sindicalismo al otro campo. Los pequeños sindicatos se esfuerzan por mantener esa capacidad de lucha y resistencia, peo son pequeños y no logran aglutinar a su alrededor un número suficiente de trabajadores que fueran capaces de convertir en luchas eficaces lo que en muchos casos no pasan de ser luchas testimoniales. Los movimientos de indignados, versión cibernética de otros movimientos sociales anteriores, no logran por el momento ir más allá de movilizar a mucha gente para protestar y denunciar, pero no consolidan alternativas que pudieran luchar con mayor eficacia a favor de una transformación social. Desde luego exploran interesantes posibilidades de lucha a través de las redes sociales, pero al margen de lo que hacen, se mantiene una dura y silenciosa lucha por hacerse con el poder en la Red y las perspectivas auguran un futuro similar al que tuvieron los medios de comunicación de masas que les precedieron (prensa, radio y televisión): una red controlada por algunos grandes grupos y utilizada por los servicios de seguridad y las fuerzas armadas para garantizar el orden establecido.
Ya lo dije al principio, tiempo de conflictos duros, de cambios de gran calado, tiempos difíciles sobre todo para los sectores más vulnerables y débiles de la sociedad que soportan sobre sus espaldas la mayor parte del costo que estos cambios suponen.
Tiempos en los que hace falta mantener el optimismo ilusionado y esperanzado, despegando una creativa capacidad de lucha en innumerables escenarios, pues muchos son los frentes abiertos y los cambios afectan a toda la sociedad. Es tiempo quizá de evitar enfrentamientos directos, dada la correlación de fuerzas adversas, y crear «Crear uno, dos, tres… mil Madrid», un lema al parecer de la Guerra Civil española, retomado luego por Mao Tse Tung y por Che Guevara.
Y crearlos no solo para frenar la implacable agresión que estamos padeciendo, sino también para ir proponiendo y construyendo modos alternativos de relaciones sociales, políticas y económicas.