La Veranda de Rafa Rius
Si buscas resultados diferentes
no hagas siempre lo mismo.
A. Einstein
Como cada año cuando llega la vendimia, los días son más cortos y las hojas secas comienzan a revolotear, se acaban las alegres vacaciones del largo y cálido verano y comienza el llamado curso escolar. ¡Oh, siélos!
Las niñas y los niños – los del Opus por separado, para evitar tentaciones- acuden resignados a cumplir con el ritual escolar –siempre idéntico a sí mismo- mientras el funcionario-enseñante se apresta a repetir aquello que las leyes y los programas educativos le mandan enseñar y tal y como le dicen que hay que hacerlo. Como cada curso, el enseñante-carcelero tiene ya preparadas las programaciones adecuadas para lograr de manera eficiente que la escuela-prisión ejerza su misión de control social y fabrique en cadena ciudadanos sumisos, consumistas y trabajadores.
No obstante, no es tan sencillo, para ello deben darse una serie de premisas, a saber:
– Muchas horas lectivas y muy pocas de atención individual.
– Uniformización y olvido de cualquier tipo de adaptación curricular: en un determinado grupo, todos deben estudiar y saber lo mismo.
– La educación debe ser entendida como instrucción, es decir, acumulación de conocimientos adquiridos mediante repetición y memorización de información no deseada y asumida de forma acrítica.
– La evaluación será fundamentalmente cuantitativa, expresada en términos de premio o castigo, éxito o fracaso, cifrados en una simple escala numérica
(5’4 – Mmmm! , 8’9 – Ohhh!) que no refleja otra cosa que los estándar de adaptación al sistema.
– Contenidos en gran parte obsoletos, incapaces de adaptarse a un presente mutante y desvinculados de la realidad contextual.
– Estructura de poder escolar vertical: dirección, jefatura de estudios, jefatura de departamentos, claustro…
Y uztede vozotro ze diréi: ¿y qué pinta l’ alumno en tó eze tinglao?
Efectivamente: nada. Ver, oír, callar y hablar cuando le manden.
Los continuos cambios en la legislación educativa estatal no han hecho sino empeorar la situación y no reflejan otra cosa que las luchas de los partidos en el poder por imponer unos criterios que buscan más los votos de sus feligreses que la coherencia pedagógica.
Es siempre el adulto quien decide lo que debe aprender el niño y siempre desde el punto de vista del adulto.
El que detenta y controla la transmisión de los supuestos conocimientos detenta el poder.
Los contenidos son presentados en forma de axiomas incuestionables que soslayan cualquier tipo de debate o discrepancia.
La premisa básica de esos contenidos y el mantra que repiten hasta el aburrimiento es su utilidad futura: “Niño: aprende logaritmos y cuál es la capital del Nepal, que luego eso lo utilizarás cada día”
La curiosidad, la creatividad, la libertad de pensamiento, son castradas sistemáticamente y consideradas como peligrosos elementos de subversión del buen orden escolar.
Si además el alumno tiene alguna peculiaridad física o psíquica, es mujer, minoría étnica, minoría sexual o emigrante, lo lleva más crudo todavía.
Ante un panorama semejante y más allá de la tristeza propia del paisaje otoñal, es difícil no dejarse ganar por una melancolía, consecuencia de denodadas impotencias asumidas en tan reiterados como inútiles intentos por dar la vuelta a la situación.
Cada cual puede justificarse como quiera y todos somos dueños de nuestras propias contradicciones: treinta y cinco años de docente-carcelero me avalan. Quien lo probó lo sabe.