Abel Ortiz
Cuando el gobierno falangista decide acabar con las cuencas mineras y el modo de vida de miles de trabajadores se abre la polémica. De repente todo el mundo necesita urgentemente pronunciarse sobre el tema. Cuando el gobierno quiere. Los argumentos no son importantes lo que cuenta es el ataque. Atacar a trabajadores en huelga indefinida que se juegan su pan y el de sus hijos es lo más rastrero que cabe imaginar. Las excusas pueden ser más o menos floridas, alambicadas e incluso brillantes, pero no dejan de ser eso, excusas.
Si el gobierno dobla a los mineros, si aplastan la resistencia y se produce el cierre, miles de trabajadores volverán a sus casas con un futuro terrorífico por delante. Y mirarán a su alrededor. Verán a hermanos, a gente que ayudó lo que pudo, a personas que se identificaron con ellos. Y verán a los demás. A los que siempre tienen peros. A los que no son racistas, pero. A los que no son homófobos, pero. A los que no son antisindicalistas, pero. A los que no son antiobreros, pero.
Quienes justifican el cierre de la minería sin el mantenimiento de todos los puestos de trabajo, por no importa que cuestión, no son mis compañeros y no voy con ellos ni a topar dinero. No he oído críticas al gobierno. He oído críticas a los sindicatos mayoritarios por estar, a los minoritarios por no estar, a los mineros por jubilarse antes de llegar a la silicosis, al carbón por ser negro. Nadie parece plantearse que esto se aborda cuando y como el gobierno quiere.
En una pancarta de la manifestación nocturna de León podía leerse: Si nuestros hijos pasan hambre, los vuestros verterán sangre. ¿Cabe mayor desesperación?