La Veranda de Rafa Rius
Sostengo que Rajoy, el ínclito, prístino -y gris- líder del PP, está en posesión de la quintaesencia de todos los tópicos semánticos de la galleguidad (¿Va a subir el IVA?“Pues no, pero de la misma manera que le digo eso, también tengo que decirle que en la vida nada es para siempre”) y a partir de ello construye el núcleo duro de su discurso. Me explico.
Admirador declarado de Gandhi cuando decía aquello de que “somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras” , abre la boca lo mínimo posible. Ya se sabe: en boca cerrada no entran moscas y a buen entendedor pocas palabras bastan.
Pero claro, un líder nato como él, sabe que de cuando en cuando ha de decir algo. En esas ocasiones inevitables (por ejemplo, su discurso de investidura) saca a relucir todo un arsenal de lugares comunes: “Mi programa no puede ser ajeno a las difíciles circunstancias que atraviesa nuestro país”, tópicos: “porque España no está sola en el mundo. Dependemos de los otros. Y ese mundo está cambiando delante de los ojos” , atrevidas metáforas: “Debemos sembrar con urgencia, si queremos que brote lo antes posible la nueva cosecha de empleos en España”, perogrulladas: “Señorías, los propósitos que estoy señalando exigen un estilo de Gobierno adecuado” ambigüedad calculada: “Nuestra economía ha de ser más flexible y competitiva”. latiguillos recurrentes: ”Mire usté”, conectores huecos: “Dicho esto”… y por supuesto, toda una ensalada de eufemismos: “reformar la Administración Pública” (despedir funcionarios y eliminar puestos de trabajo) o “racionalizar el horario laboral” (Suprimir los puentes y ampliar la jornada) o “voy a subir las pensiones el 1%” (si el IPC sube un 2’4%, en realidad las va a bajar un 1’4%) etc, etc …
Elabora su discurso de tal manera que al acabar, el personal siempre se queda con cara de decir: “Pero que habrá venido a decir con todo esto” y de eso es precisamente de lo que se trata: hablar sin decir nada, nada que comprometa a una acción determinada. Después, sus peones, intentando hacer el menor ruido posible, van implementando las medidas –esas sí- concretas, necesarias para alcanzar sus fines, que no pueden ser otros que cumplir fielmente las órdenes emanadas de los verdaderos centros de poder.
Ana Botella, por ejemplo, acumula antologías con un completo florilegio de estupideces, un amplio muestrario de salidas de tono en esos momentos en que habría perdido una buena ocasión de callarse. A Mariano Rajoy, difícilmente podremos pillarlo en un renuncio de ese tipo y en las escasas veces en que se sale del guión –su famosa niña o su primo el de Granada- el ridículo le sirve de escarmiento.
Ayudado por sus asesores de imagen y sus expertos en marketing electoral, elabora paso a paso un monólogo desde la ausencia. Huérfano de referentes teóricos claros, más allá de su fidelidad a los postulados del liberalismo económico ortodoxo, sus palabras suenan a hueco porque están llenas de efectos retóricos y vacías de contenido, y no podría ser de otra manera porque las decisiones que nos afectan se pactan en otros ámbitos.
En su candorosa ingenuidad (¿?) los representantes de todo el espectro (sic) político parlamentario, coincidían en señalar la ambigüedad y la falta de concreción del discurso de investidura, sin advertir, al parecer, que esa ambigüedad y falta de concreción constituían el núcleo y la clave hermenéutica de su discurso: no decía nada porque nada tenía que decir.
Si, como conjeturaba Roland Barthes, en el fondo todo es cuestión de forma, habrá que concluir que Rajoy ha descubierto la cuadratura del círculo.