Abelardo Muñoz, València
Acaso la razón de que todo lo que está pasando resulte tan raro y surreal posee un fundamento desdichado: a nadie se le ha contado con rigor la historia de la España moderna. La llamada Transición (un radical la llamaría la Traición) no tocó los libros de historia. Ni el colosal retraso que supuso para el país la dictadura fascista clerical, ni el miedo ancestral del ciudadano hispano a decir lo que piensa, ni la inaudita tolerancia con el poder de la Iglesia en un país europeo, ni ná de ná.
Aquí pasó lo de siempre, murieron cuatro romanos y cinco cartagineses.
Se dejó para los historiadores británicos la tarea de contar lo que pasó. Y en los libros de texto no se cita el fenomenal trabajo de estos señores. Por eso, si yo digo que la actitud desafiante de un Ricardo Costa, (diputado, que está siendo juzgado en València), ante el tribunal que lo juzga recuerda el talante chulesco de José Antonio Primo de Rivera y sus secuaces en los años 30, pocos me van a entender. Tampoco entienden los jóvenes como es posible que esos presuntos depredadores sociales, enemigos declarados de la clase obrera, salgan por su propio pie de la sala del tribunal que los juzga y sigan disfrutando de su libertad de movimientos cuando se supone han malversado fondos del pueblo. En cambio, se pudren entre rejas jóvenes españoles o inmigrantes por delitos como trapicheo de drogas o robos de poca monta. Lo único cierto es que esta es una historia de lucha de clases, los ricos contra los pobres. Los propietarios contra los empleados, que nada tienen más que su fuerza de trabajo.
Ricardo Costa se parece un mazo al fundador de la Falange, aquel guaperas hijo de los señoritos jerezanos (aun sigue en la principal plaza de esa ciudad un gran monumento en bronce dedicado a la singular familia fascista andaluza) que con sus arengas histéricas y agresivas estructuró el equivalente a las SS nazis en nuestro país. Pues fueron los civiles falangistas los que más asesinatos de obreros, obreras y campesinos tienen en su haber entre 1936 y 1940. Preston lo acaba de documentar con nombres y apellidos en su indispensable libro El holocausto español.
Dudo mucho que Costa, o su jefe Camps, y no digamos El Bigotes, hayan leído una línea de la obra de José Antonio o de Ramiro de Maeztu. A estos señores sólo parece interesarles el dinero, no la cultura. La historia cuenta que el asesino Franco quiso traer a España obra de Picasso pero éste le dijo que nones. El escritor Román Gubern narra en uno de sus libros algo sorprendente: la gestación del expresionismo abstracto norteamericano. Cuenta el investigador de cine que los gringos, para contrarrestar el realismo soviético, en plena guerra fría, promocionaron a artistas como Jackson Pollock o William de Kooning para estar a la altura.
Las mentiras de la historia o las historias mal contadas crean confusión. Pero la imagen de Costa, mirando con fijeza al juez, la mandíbula apretada, un peluco de los chinos y su actitud desafiante evocan el expresionismo abstracto mero de un Pollock. Qué pena que no viva Dalí para pintar este mundo al revés que nos toca vivir.