La Veranda de Rafa Rius
Desde niño he sido un apasionado lector de mitologías varias, no sólo por contener elementos narrativos de alto voltaje que me han proporcionado multitud de buenos ratos de lectura, sino también porque he ido descubriendo con el tiempo que la mitología, en muchos casos, me proporcionaba una visión -metafórica, pero más ajustada y útil- del mundo en que vivimos y sus diferentes realidades que la mayoría de libros de historia, economía, sociología o psicología, que en demasiadas ocasiones intentan hacernos pasar por verdades científicamente irrefutables lo que no es sino mitología ful.
Pues bien, paseando distintas -y distantes- mitologías, he tropezado con frecuencia con un “algo” entre concepto y personaje que se encontraba en el principio de todo y explicaba muchas cosas: el Caos, ese mogollón primordial e inefable a partir del cual se engendró el mundo. Imagino que se dirían algo así como: “el origen de todo este tinglao que llamamos mundo fue…. Esto… no tengo ni puñetera idea. Estaría todo mezclao, oscuro y confuso, llamémosle Kaos”.
Sorprendentemente, las matemáticas, tan formales ellas, toman el concepto desde la mitología para elaborar su Teoría del Caos, que se ocupa de los fenómenos discontinuos y los sistemas que presentan un comportamiento difícilmente predecible y aparentemente aleatorio, como una columna de humo, una determinada situación meteorológica o los mismos latidos del corazón. A pesar de los intentos de los matemáticos de establecer esquemas recurrentes de comportamiento en los sistemas que tienden hacia el caos, están todavía muy lejos de conseguir dibujar un mapa fiable que los guíe por tan inextricables regiones. Lo cual no es óbice para que constituya en la actualidad uno de los campos más aventurados y apasionantes de la investigación matemática en su afán por ampliar los límites de aquello que puede ser formulado y comprendido.
Curiosamente, andando el tiempo, descubrí que también la Física -ciencia seria donde las haya- había topado así mismo con el caos mientras estudiaba las leyes de la termodinámica. Concretamente, la segunda Ley de la Termodinámica, nos da una definición precisa de una propiedad de la materia llamada entropía. Podemos entender la entropía como una medida de lo próximo o no que se halla un sistema a su equilibrio. Considerando la cuestión desde el ángulo opuesto, diríamos lo mismo señalando que la entropía es también una medida del grado de desorden de un sistema y, lo que es más, la citada Ley nos explica también que la cantidad de desorden inherente a las moléculas de un sistema cerrado, lejos de disminuir, siempre tiende a aumentar, ineludiblemente. Así mismo, demuestra al parecer que, cuanto más desordenado sea el estado de un sistema, existen más combinaciones que pueden incidir en ese estado, por lo que la frecuencia de los cambios en él será mucho mayor. La probabilidad de que acabe produciéndose el estado de máximo desorden es abrumadoramente mayor que la de que se estanque en cualquier otro estadio intermedio. Por otra parte, cuanto mayor es el grado de complejidad de un sistema, tanto mayor es su grado de entropía. La dichosa Segunda Ley de la Termodinámica, viene a explicarnos el porqué resulta tan fácil batir un huevo como difícil nos resultaría, una vez batido, devolverlo a su estado original. Sin embargo, desde el punto de vista de la energía, no serían procesos diferentes. Resumiendo, diríamos que todo sistema organizado tiene una constante e irreprimible tendencia al desorden, la confusión y el caos (cosa que, dicho sea de paso, muchos despistaos, al observar nuestra casa, ya habíamos comprobado en nuestras propias carnes y sin tanto experimento)
¿A qué nos lleva todo esto? Tengamos –con todas las reservas- el atrevimiento de extrapolar todas estas consideraciones a las ciencias sociales, a ver qué pasa.
Veamos algún ejemplo: cuando mayor es el grado de sofisticación de la sociedad cibernética, mayor grado de vulnerabilidad manifiesta, hasta el punto que un simple estudiante de informática, con programas y equipos muy limitados, es capaz de causar verdaderas catástrofes virtuales y globales. Algunos de los más sagrados iconos de lo que hay –Pentágono, Vaticano, el mismísimo Sancta Santorum informático: el ordenador central de Microsoft- ya saben de sus visitas. Es de ver lo relativamente fácil que resulta desordenar (llevar el caos) a los más avanzados superordenadores. Respecto a todo ello, si aceptamos el hecho en principio evidente, de que nuevas formas de control y opresión demandan nuevas e imaginativas formas de lucha, habremos de tomar en consideración las nuevas manifestaciones de entropía cibernética
–ellos se llaman hackers- para analizar su operatividad y su capacidad de alterar significativamente el actual sistema de valores. Habría que dilucidar si se trata de hechos aislados y descontextualizados o si, por el contrario se trata de indicios significativos que denotan la posibilidad de organizar pautas de actuación coherentes que permitan estructurar un proyecto de intervenciones coordinadas y sistemáticas de cara a levantar nuevas barricadas tras las que protegerse de Estado, Mercado, y sus valedores y desde las que poder atacarlos con mayor efectividad.
Otro ejemplo: el mundo esta lleno de eso que los Medios, con eufemismo vergonzoso llaman zonas en conflicto. Pues bien, en ellas, cuantos más ejércitos aliados, cascos azules, fuerzas de interposición… e tutti quanti, más conflicto tenemos, más se enreda todo y más lejos están de cualquier posible solución. Cuantas más Fuerzas del Orden, más desorden. Como vemos, la vida, además de sorpresas que diría el Macky Navajas, nos da paradojas.
En cualquier caso -más allá de tanta trivialización y tanta utilización espúrea- el concepto de caos y hasta el eufónico término que lo designa, despiertan todavía ecos brumosos e inquietantes que nos trasladan a regiones de difícil cartografía y peor tránsito y que, quizás precisamente por ello, constituyen una permanente invitación a transgredir sus fronteras y adentrarse en sus oscuros laberintos.
En principio el caos remite a un estado de ignorancia atónita y preñada, previa a cualquier forma de conocimiento. Un estado de ánimo de permanente incertidumbre, siempre recurrente, que nunca nos abandona: aun cuando creamos haber llegado a alguna certeza más allá de toda reticencia, precisamente entonces, deberíamos cuestionar con denuedo su razón de ser.
De entre el variado ramillete de frases cretinas, usadas indiscriminadamente y con notable ligereza, que nos han sido dadas por la modernidad, tal vez no ha habido otra que haya alcanzado tan altas cimas de imbecilidad como la tan utilizada de: “… eso yo lo tengo claro” ¿Cómo alguien puede tener algo claro, con la que está cayendo? Cuando oímos la frasecita de marras, podemos apostar a que el que la pronuncia no tiene ni puñetera idea de lo que está hablando.
Digo yo que, si hay algo que nos pueda proporcionar algún alivio en la denodada insistencia del mundo en el que vivimos por demostrar lo atinado de la Ley de Murphy, -aquella que asegura que siempre sucede lo peor de lo posible- es precisamente el hecho de que no hay dios ni estructura que se libre de esa tendencia al desorden y el caos de la que nos habla la segunda ley de la termodinámica. La Economía de Mercado Globalizado, por muy bien organizado que tenga el montaje -o precisamente por ello- no tiene por qué sustraerse a sus efectos. Marx hablaba de que el capitalismo acabaría autodestruyéndose a partir de una serie de ineludibles crisis inflacionistas cada vez más profundas. Visto que la profecía ha fallado y que históricamente, no sólo no ha sido así, sino que cada vez andamos más lejos de que lo sea, habrá que dejar actuar a la entropía. No se trata de dar pábulo a la vieja y estúpida teoría de algunos revolucionarios de pacotilla del “cuanto peor, mejor” Ni de quedarse a la puerta de casa sentado en el poyo, esperando a que pase la revolución para subirse al carro. Hay que actuar de manera decidida sobre la realidad en el sentido que consideremos en cada momento como más correcto, pero sería bueno que no olvidáramos que la entropía es una de nuestras constantes vitales.
La estupefacción y la duda son estaciones de paso obligado que debieran preceder a cualquier travesía iniciática a través de las densas telarañas crepusculares que envuelven nuestra capacidad de dar cuenta de lo que hay, y entre las que cualquier epifanía, cualquier idea capaz de dilucidar y comprender, no es sino una ola de lucidez efímera perdida en un océano de densas tinieblas. Lo cual no es obstáculo para que podamos conjeturar que en el ámbito de lo social, por muchos intentos que se hagan de poner puertas al campo, de definir, estructurar y aplicar nuevos y más potentes mecanismos de sumisión a lo establecido, no podamos olvidar el viejo aforismo de que haciendo sumiso a un hombre, no se somete la idea que lo anima, una idea que siempre podrá anidar en otra mente rebelde que prefiera un caos preñado de posibilidades inciertas a la aceptación resignada de la mierda cotidiana.
ENTROPÍA Y ANARQUÍA
(en el mismo tranvía)
Dicho lo cual, uztede – vozotro ze preguntarei -muy justamente- ¿A qué viene todo esto y qué tiene que ver con la anarquía?. Vamos a ello.
Según algunos positivistas, ( Whitehead, Wittgenstein ) la realidad está construida por partículas independientes que ocupan puntos del espacio – tiempo. El mundo está formado por la totalidad de los hechos atómicos, entendidos como “sucesos” o “acontecimientos”; estos hechos llegan hasta nosotros, nos “penetran”, tanto de forma cognoscitiva como inconsciente, pero creando en nuestra mente y nuestros sentidos entidades ocasionales de carácter efímero que, si se concretan y explicitan, pueden llevarnos a situaciones de experiencia.
Por otra parte, el pensamiento anárquico debiera ser, en buena medida, un pensar desde el desorden – desde ese desorden que Reclús entendía como forma superior del orden. Sólo desde un cuestionamiento contínuo y denodado de los propios supuestos , desde un posicionamiento abierto y receptivo, puede un anarquista pensar. Cada una de esas pequeñas partículas de realidad que llega hasta nosotros, puede desencadenar una cascada de pequeños cambios que modifique sustancialmente aspectos importantes de nuestra concepción del mundo o que nos reafirme en nuestros supuestos con nuevos argumentos. Entre esos dos órdenes de lo real: la energía física y la experiencia humana, no hay contradicción sino complementariedad. La entropía, entendida como la tendencia de las moléculas al desorden dentro de sus sistemas, no hace sino reflejar especularmente, en el mundo físico, el necesario desorden, entendido como provisionalidad y constante investigación en el mundo empírico, que debería ser inherente y consustancial al pensar libertario.
¡Ya te vale con lo de la anarquía, la entropía y el caos!… pero, ¿a qué viene lo de la melancolía que aparecía en el título?
Pues, ¡ a qué va a venir !, a que viendo el mundo que nos rodea, las anteriores consideraciones no pueden sino producir una incurable melancolía…